Ya no quedan dudas de que el celular es una prótesis del ser humano, una extensión de su cuerpo, el objeto más privilegiado en su cotidianidad, pero no sin consecuencias para su salud mental. El uso compulsivo del teléfono y de las redes sociales, asociado a una necesidad continua de estar comunicados y “existir” en el mundo virtual, genera apego, como un vínculo tóxico o como un tic nervioso, y las personas no pueden dejar de mirar la pantalla, incluso para volver a ver lo que ya han visto minutos antes, necesitan consumir imágenes todo el tiempo, aunque muchas sin contenido, quedando atrapadas en un bucle del que les cuesta salir.
Tal vez tenga que ver con la falta de sentidos, de ideales, o con el intento desesperado por tapar el aburrimiento o el malestar del existir, pero se percibe una creciente compulsión a asomarse por la ventana digital de un mundo superpoblado de sentidos prefabricados, en el que sólo hay que navegar para confrontarse con la ilusión de pertenecer, de ser registrados, mientras el algoritmo sigue poniendo líneas sobre la mesa de la pantalla del ser humano adicto a lo virtual.
Los teléfonos no resultan, como en el pasado, una herramienta, un medio de comunicación que acerca lejanías. Ya no existe la necesidad de acercar la voz lejana. Hoy el diálogo quedó desplazado por el monólogo y la exposición. Los textos y los emojis destituyeron a la voz. La realidad humana habita un universo virtualizado. El mundo digital es el escenario donde los seres solitarios ponen sus vidas a circular y las cosas sólo cobran valor si generan “me gusta”, si suman “amigos” o “seguidores”.
Y desde ese exceso de lo virtual, brotan múltiples síntomas y patologías desencadenadas por la ansiedad que genera revisar las redes sin parar. Se le llama FOMO, en inglés: Fear of Missing Out, que es el miedo a perderse algo o estar ausente de lo que acontece en el universo digital. Pero en realidad, la gran paradoja resulta ser que no hay mayor pérdida y mayor ausencia que la que genera la obsesión por el mundo virtual, donde la subjetividad humana queda desdibujada.
La droga digital destruye la subjetividad
El abuso, y no el uso, determina una adicción, y, desde luego, la dependencia psicofísica y emocional consecuente. Algunos estudios indican que en promedio la gente pasa cerca de 6 horas diarias mirando pantallas;algunas para trabajar, la mayoría para navegar como náufragos movidos por las olas de las imágenes impuestas. La gente se interna “voluntariamente” en internet. Y no se interna para sanarse, todo lo contrario, se encierra para aislarse y seguir consumiendo.
Como todo exceso, el abuso de pantallas y redes sociales genera alteraciones psicofísicas y emocionales. Ansiedades y angustias generalizadas, insomnio, malos hábitos alimenticios, sedentarismo, fobia social, irritabilidad, autolesiones y demás. Diversos síntomas que pueden intensificarse y asociarse para finalmente alterar la salud general y desencadenar ataques de pánico, depresión, epilepsia, brotes psicóticos, despersonalización e intentos de suicidios, entre otros cuadros y enfermedades mentales como lo viene probando la clínica en estos tiempos.
El ser humano adicto a lo digital va deformando su mente, sus emociones, pero también su postura, su cuerpo. Ante el objeto celular, la atención se centraliza en la pantalla; entonces, la cabeza gacha, el cuerpo levemente encorvado adorando lo que allí sucede, los ojos achinados y enrojecidos, los dedos inquietos y desviados.
Y, scrollear, el círculo vicioso, el gesto que define a la época. Cuerpo que luego se queja, pero que no recibe sanación porque no hay tiempo o, mejor dicho, el ser adicto a la virtual no se hace tiempo para el autocuidado. Contracturas, miopías, tendinitis, problemas de audición y dolor de cabeza.
El cuerpo habla, pero el ser se hace el sordo. Los humanos caminan, manejan, se sientan en el inodoro, van a la cama y a los conciertos, comen y demás, usando el teléfono. Ya nada sucede sin la mediatización del teléfono, esa extensión de su existencia.
Todo lo que acontece en el terreno digital va limitando y condicionando el orden real. Con el tacto del dedo índice se cree gobernar un mundo donde se puede acceder a todo y todo es plausible de ser consumible, desde una hamburguesa hasta un vínculo en una app de citas.
Cada día surge una nueva aplicación o herramienta que aleja más al teléfono celular del fundamento inicial por el que fue creado. Ya no se trata tanto de comunicar sino de ordenar y comprar, de vender y pagar, de gps y vidrieras, de bancos y billeteras. En la pantalla, todo; afuera, cada vez menos.
Es el «Complejo de la cabaña» donde el ser humano está voluntariamente encerrado, creyendo controlar un mundo que en realidad lo tiene atrapado a él, como una aplicación más.
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