Durante el año 1996 yo estaba cursando el Segundo año de la Licenciatura en Cine y Televisión en la Universidad Nacional de Córdoba. Con mis precoces 18 años de edad mi fascinación por los contenidos de las cátedras era inmenso. Estaba enamorado del audiovisual, su lenguajes, estéticas, y formas.
En esos doce meses pude formarme muchísimo sobre lo específico en mi carrera profesional. También aprendí sobre la desmesura de algunos hombres en su infinita ambición y también la bondad de otros en su inacabable inocencia.
Con dos compañeros emprendimos la realización de un documental que se llamó «Sacha Mana Tacúcoj», el bosque interminable, en quichua. Viajamos a Santiago Capital y a muchos sitios de nuestra inmensa provincia. Yo estaba encargado del Guión y la Dirección del trabajo y en consecuencia leí muchísimo para comprender el cuadro de situación de la desforestación y lo que la misma trae aparejado.
Aprendí de manera constante sobre el tema en las entrevistas que fuimos grabando para el trabajo: con ingenieros forestales, catedráticos de la Universidad Nacional de Santiago del Estero, políticos, empresarios y terratenientes. Paradójicamente quienes más me ilustraron sobre el tema fueron los hacheros y carboneros.
A modo de ejemplo cuento cuatro cuadros de situación. Lo primero que me llamó la atención fue el silencio de estos trabajadores del monte. Los hacheros y carboneros eran extremadamente esquivos en la utilización de las palabras. Su silencio era una «mole». Impenetrable e inacabable, tal vez como lo fue nuestro monte, allá lejos y hace tiempo. Comprendí que su silencio guardaba mucho de sabiduría, tristeza, añoranza y bronca contenida en generaciones. Tal vez también algo de amor. Lo segundo fue su piel. Parecida a las cortezas de los árboles que debían cortar y quemar. Sus manos y rostros curtidos por el calor del sol y de los hornos de carbón. Sus arrugas profundas, sus callos y lastimaduras. Sus músculos tensos de tanto «dale que dale» con el hacha una y otra vez. Sus pies descalzos y curtidos. Su dentaduras quebradas, destruidas. Y sus ojos… Al día de hoy no me puedo olvidar de esas miradas, vacuas, perdidas, esquivas la mayoría de las veces. Lo tercero fue su bondad. La generosidad la comprendí cabalmente de ellos. Recuerdo a dos hombres que al anochecer luego de una jornada de voltear árboles todo el día con sus hachas, extenuados, solo tenían para alimentarse unas cuantas naranjas y dos tortillas. Sin una pizca de duda compartieron su cena. En silencio sepulcral nos alimentamos y nos dormimos bajo tres carpas improvisadas con unas lonas. El cuarto fue observar como una familia numerosa habitaba en un horno de carbón. En la hilera de hornos quemando madera, el primero, oficiaba de vivienda. Los niños jugando en una montaña de carbonilla, la madre haciendo los quehaceres domésticos, y el padre con el hijo mayor cargando y quemando los hornos. «Arrancamos a la mañana tempranito, cuando es de noche todavía», me explicaba el hombre, «por la calor sabe Usté?».
Luego de estas cosas que les relato, todos los testimonios desde el escritorio, todos los pocillos de café en oficinas con aire acondicionado, todas las teorías y la especulación intelectual de los demás entrevistados y de mis profesores quedó reducida y hecha trizas en mi ser.
Aprendí de la avaricia y codicia de algunos hombres y de la generosidad y entrega de otros tantos. Observé la opulencia y la miseria en su atroz contraste. Reflexioné sobre la inutilidad de ser «tibio» o «gris» en algunas cuestiones morales. Comprendí que la explotación humana y forestal son mucho más terribles en la realidad cotidiana del monte que en claustros, libros o instituciones.
Una gran parte de mi inocencia quedó en el monte santiagueño, perdida junto con esos hacheros y carboneros. Junto a esos ojos, esas manos y esos rostros. Olvidados en la espesura de nuestro extinto bosque interminable.
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