La luz es la materia prima de las artes audiovisuales. Gracias a las ondas lumínicas que las cámaras capturan podemos grabar imágenes. También gracias a ella podemos apreciar el resultado final, el film, en una pantalla.
En los albores de la humanidad la luz sirvió para que nuestros ancestros pudieran sobrevivir en medio de ambientes hostiles. El fuego, con su cobijo, calor y luz, dieron a los primeros hombres en descubrirlo la posibilidad de evolucionar.
Estudios recientes afirman que el salto evolutivo al homo sapiens se produjo gracias a qué el hombre se empezó a alimentar con proteína de carne cocida. Poder cocinar los productos alimenticios nos dió la puerta de entrada a la civilización.
El perfume surgió también es esta época tan lejana en el comienzo de los tiempos cuando los habitantes primitivos honraban a los dioses con la quema en fogatas de hierbas, hojas y resinas que emanaban olores a los cielos. El humo perfumado era la ofrenda a los dioses primitivos.
Los primeros homo sapiens fueron también quienes en los muros de las cavernas dónde se encontraban comenzaron a jugar con las sombras de sus manos en las paredes de las cuevas. Las sombras proyectadas de sus manos fueron los primeros indicios de lo que millones de años después se convertiría en el dispositivo absoluto del entretenimiento.
En la Antigua China utilizaron este mismo principio para crear los teatros de sombras. En salas con público que abonaban una entrada, se presentaban compañías teatrales que trabajaban detrás de una pantalla, moviendo siluetas de diferentes formas haciendo cobrar vida a diferentes animales y haciendo sus «voces» creando así la ilusión de sombras vivas de criaturas parlantes.
Más cerca en el tiempo se pudo capturar la imagen en diversos soportes. Así, la captura instantánea de la luz en una cámara fue el inicio de la fotografía. A posteriori surgió el cine que permitió capturar imágenes en movimiento para su posterior proyección.
La luz nos atraviesa como civilización, como seres humanos. Nos hermana en el tiempo y espacio. Dónde los límites nos dividen geopolíticamente, la luz nos hermana.
Quizás es por ello que cuando hacemos una fogata y nos llega el calor del fuego, el crepitar de las brasas, el humo y los rayos de luz empiezan a ser emitidos sentimos el llamado de nuestros genes. Los genes que nos dictan la seguridad de aquellos hombres que al cobijo del fuego sentían plena seguridad que no iban a ser atacados en la noche por las fieras salvajes. La misma luz, el mismo cobijo, los mismos genes, una misma raza.
Pablo Argañaras, Lic. en Cine y Televisión

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