Por Alberto Tasso
Fue hace muchos años, en un bar del centro preparado para la música. Hay otros antecedentes de esta costumbre (este ritual) santiagueño de sumar el arte al encuentro. Así fue el comedor de los Hermanos Simón. Así fue El Rincón de los Artistas, de Pedro Evaristo Díaz.
Lo cierto es que allí te escuché cantar Hermano Calero y no lo olvido. Aun te siento hablar de las penas del obrero, también de larga tradición en el cancionero del norte.
En ese tiempo la conocí a tu mamá Maximina Gorostiaga, que me obsequió uno de sus libros, en este caso de memorias de episodios provincianos. Lo conservo, y al releerlo advierto su pasión por el quichua, que revivía en su condición de profesora de historia. Cuando le hablé de vos, me dijo solamente “Él siente la tierra”.
Después vinieron los años de Herencias Cotidianas que mantuviste en radio Exclusiva desde 2002. Tu voz pausada no excluía la pasión ni la opinión comprometida y audaz. Intercalabas poemas que a veces escuchaba en la voz de Lucía, desde Dalmiro Coronel Lugones a Julio César Salgado, desde Alfonsina Storni a Olga Orozco.
Así son las cosas, se reordenan por sí solas en el tiempo de la vida y la muerte, que son uno solo aunque la memoria los divide por el acontecimiento. Está bien, lo asumimos con el dolor de la partida conocida, ya que todos y todas viajaremos en la barca de Caronte. Que se prepare Tataku Carmen, nos diría Don Fortunato Juárez.
Pero se despide con canto y música. Esa antigua tradición celebratoria es de muy antiguo uso en Santiago, como lo comprueba el testamento de un vecino manogasteño hacia 1890 que estableció el importe que se pagaría a los músicos el día de su partida. Y agrego otro dato singular que anota Orestes Di Lullo en La razón del folklore: un viejo paisano pidió que el día de su velorio tuvieran junto al cajón su caballo ensillado.
El viaje sigue, amigo. Ya llegará el momento de encontrarnos.
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