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La catedral perdida

A 325 años de su traslado a Córdoba
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Por Alberto Tasso

 

San Pedro y San Pablo. Veintinueve de junio. Invierno frío en latitud austral, y aunque Santiago del Estero es cálida y de veranos densos, cuando hace frío, hace frío. Sin nieve, eso sí. Extremos de 8º bajo cero, al amanecer. El frío quema hojas y frutos y la leña es bendita. Nuestra tierra es de árboles, de muy altos quebrachos y algarrobos de copa sedosa que si no cantó alguno de esos divinos hermanos Antonio y Manuel Machado, fue porque no tuvieron tiempo y se entretuvieron demasiado en los chopos. Los entiendo: yo estuve en las riberas del Duero, para entrañarme con ellos.

Invierno, frío. Recesión vegetal. Si no hay reserva, hambre. Lo decía mi papá. Y cómo duele el hambre más el frío. El solsticio de invierno. Los incas y los mayas sabían esto, y lo enseñaron en códices secretos y en monumentos de piedra para mirar al sol. Estuve ahí una vez, en Tiahuanaco, a 20 km de La Paz, junto a Luis Ponce.

El año tiene dos extremos: verano-invierno, que son vida y muerte. No sé cómo se habrá trasladado ese calendario biótico al calendario económico, pero lo cierto es que el verano ha sido tiempo de maduración, de riego, de cosecha, de fiesta saturnal en carnavales de música y aloja y amores encendidos, y el invierno de duelo, zozobra, privación. El invierno era el tiempo para pagar el diezmo, que todos sabemos de qué se trata. En cualquier caso, el tiempo indicado para morir. Pasado agosto, estaremos a salvo.

Además, coincidía con el final de las pariciones de las vidas engendradas por las ganaderías que cubrían estas pampas alimentadas por el calor y las pasturas. Se hace la “yerra”, operación consistente en aplicar la marca sobre el novillo o la vaquillona joven. Así se despunta a la madurez en la especie vacuna, tan parecida a los rebaños jóvenes que todos integramos, recibiendo aquí y allá el hierro caliente de las incitaciones. Son muchos los que quieren ponernos en su rodeo.

Adultos somos, entonces, y es invierno, y hace frío. El día de San Pedro y San Pablo en esta tierra era el último día para el pago del diezmo, que se efectivizaba principalmente en especies. De diez terneros, uno para el clero. Dejo a los contribuyentes in pectore la sensación de ese día ritual, de alto significado siempre, ya que es garantía de pertenencia estatal si no de inclusión social, pero que de todos modos era sorteado a veces mediante argucias de ocultamiento para pagar menos. Establecer la ley y burlarla es entremés general, del cual ha surgido el derecho, y España lo tiene rico, como prueba de la importancia que le da a la ley y a la burla. Presumo que aquí también lo practicamos con variantes propias que otro día relataré.

Pues bien, en el día de San Pedro y San Pablo sucede la escena que quiero referirles. Esto pasó en 1699: cuando llegó a Santiago del Estero una carta del rey que disponía el traslado de la sede del Obispado a la ciudad de Córdoba, distante 500 km.

El edificio de la catedral no se podía trasladar. Los santiagueños lo habían construido mediante brazos de indios ya tres veces. Una inundación una vez, el fuego otra y el salitre siempre lo habían destruido. Ahora, los funcionarios coloniales –el gobernador y su pequeño séquito, el obispo y su pequeño séquito- ya no gustaban de esta ciudad empobrecida por la guerra y asediada por el monte y el fantasma blanco que crecía en los bordes y no podían comprender. Prefirieron otra ciudad para el obispado, que fue Córdoba, y otra ciudad para la sede de gobierno, que fue Salta. 

Así, Santiago del Estero resultó partida como el inca Atahualpa, y la historia de esta privación de poder, llámese pérdida, retroceso o estancamiento (cultural lag) ha marcado a esta provincia histórica, que en 1568 había sido beneficiada por un real decreto que la nombra “muy noble”. Los santiagueños, que tienen en alta estima a su historia, me han comunicado este recuerdo.

Un mes antes había llegado el delegado del nuevo obispo que se apellidaba Mercadillo. El hombre estaba en Buenos Aires y ni se dignó venir. Aquí no es bien recordado aunque en Córdoba le hicieron un monumento. Sus razones tendrán. Mandó la cédula real que disponía el traslado, que ya se esperaba desde hacía por lo menos diez años. Es que los santiagueños han aprendido a esperar. Lo cierto es que después llegaron tres carretas. Y justo el día se San Pedro y San Pablo, entremedio las fogatas, se completó la caja: 

-¿Pagaron todos? 

-Sí monseñor, salvo unos poquitos. 

-Pues les cobran y vamos a buscarlo.

-Cómo no, también vengan a buscar un cerro de aca (mierda, en quichua).

Los santiagueños son de respuesta rápida.

Los emisarios del nuevo obispo cargaron en las carretas todo lo que había en la catedral, las figuras de bulto, el ornamento de damasco, el cíngulo, los candelabros de siete velas, el Jesús crucificado labrado en palo rosa que hizo un tallista que trajeron del Paraguay en tiempos del obispo Torres. Se llevaron las velas, hasta los esclavos, y esa negrita linda que me quedé mirando.

Esa noche, tal vez sólo esa noche, pero yo sé que fueron muchas más, cobró forma en el sentir dividido hacia el poder de los santiagueños. Confían y desconfían al mismo tiempo. Los opuestos se necesitan, se asedian, se cortejan, se reclaman. Es la ley del Tao. Tal vez por eso me siento aquí tan a gusto, en los confines de occidente, donde se desconfia hasta de lo que se tiene en mente. 

Desde el orgullo colonial el traslado fue una pérdida, que sin duda se expresó en merma de doblones y platines para tanto asalariado episcopal, y tanta clase ociosa que puebla todo pueblo colonial. A más de la elite afectó a los sectores populares, desde los fabricantes de velas hasta los cantores nativos, que siempre fueron bien pagados en el ceremonial eclesiástico por sus ricas voces sensitivas. El santiagueño es cantor y sabe bailar. Hay en él un gitano más un indio y un negro. 

Gracias a ese día de San Pedro y San Pablo, Santiago del Estero, peregrina ciudad del Barco que replicó el camino a Compostela en tierra americana, puede decir, como cierto poeta cuyo nombre no acierto a recordar:

-Tengo por bien perdido lo ganado / tengo por bien ganado lo perdido.

Y luego agrego: hace trescientos veinticinco años sucedió esa historia. Pero los sentimientos no conocen la medida del tiempo.