Cuando en agosto de 1990 Saddam Hussein, el entonces presidente de Irak, invadió Kuwait, un pequeño país rico en petróleo, su homólogo estadounidense George H.W. Bush afirmó: «No lo vamos a tolerar».
Pero mientras las tropas de Estados Unidos se internaban en el golfo Pérsico, el público estadounidense dudaba de la justificación de esa acción militar.
Rápidamente el gobierno kuwaití en el exilio contrató a una firma de relaciones públicas en EE.UU., Hill & Knowlton, cuya oficina en Washington estaba dirigida por el exjefe de gabinete del gobierno de Bush.
La empresa entrenó a una testigo, quien fue presentada como una joven de 15 años llamada Nayirah, para que testificara ante una comisión del Congreso de EE.UU. en octubre de 1990.
Nayirah afirmó que militares iraquíes habían entrado a los hospitales en Kuwait, habían sacado a los bebés de las incubadoras y los habían dejado morir en el
Se le dijo a los reporteros que Nayirah estaba usando un alias para evitar represalias en contra de su familia en Kuwait.
No fue hasta que terminó la guerra, unos meses después, que se supo que Nayirah era en realidad una de las hijas del embajador de Kuwait en EE.UU. y que su historia no tenía ninguna base real.
Así lo detalló John MacArthur en su libro «Segundo frente, censura y propaganda en la Guerra del Golfo».
Existen al menos seis grabaciones en las que se escucha a Bush hablar de esas supuestas atrocidades.
«Los bebés fueron sacados de las incubadoras y esparcidos como leña sobre el suelo», dijo el presidente en una ocasión a las tropas asentadas en Arabia Saudita.
MacArthur señala en su libro que con este falso testimonio logró ganar apoyo para las acciones militares.
En enero de 1991, la resolución de guerra propuesta por Bush fue aprobada con poco margen en el Senado.
Seis senadores citaron la historia de las incubadoras como justificación para autorizar la intervención militar.
La operación «Tormenta del desierto« se lanzó unos días más tarde.
La ironía es que parece cierto que los bebés murieron después de ser sacados de las incubadoras durante la guerra.
Solo que, según los informes, sucedió en un ataque aéreo de gran escala dirigido por los aliados de Estados Unidos.
En la primera noche de bombardeos, mientras se producían fallos eléctricos por las explosiones, decenas de madres sacaron a sus bebés de las máquinas pediátricas en el hospital de Bagdad y se refugiaron en un sótano que no tenía calefacción.
Más de 40 niños murieron, de acuerdo a un informe de The New York Times.
Y se sumaron a los miles de civiles que perdieron la vida durante el conflicto, que duró 42 días.
Nunca se pudo establecer si Bush sabía o no la verdad sobre la historia de las incubadoras.
Aunque sería de esperar que la Casa Blanca corroborara antes todas las afirmaciones que fuera a hacer un presidente, especialmente una tan escabrosa como esta.
Y los periodistas en EE.UU. no lograron desenmascarar la historia sino hasta después de la guerra.
La controversia fue omitida en la última biografía de Bush, así como en el repaso que se hizo a su presidencia cuando murió, en 2018.
Verdaderas mentiras
Sin embargo, ante los señalamientos de deshonestidad presidencial contra Donal Trump pusieron los verificadores de datos a trabajar a fondo.
El diario The Washington Post tiene una base de datos sobre las afirmaciones de Donald Trump —hay cerca de 30.000— que resultaron falsas o engañosas.
Algunos de los comentarios señalados por el diario —como que la economía estadounidense tuvo su mejor momento durante su presidencia, o que había logrado la mayor reducción de impuestos en la historia del país o lo que dijo sobre el alcance del déficit comercial con China— fueron repetidos hasta cientos de veces por el ahora exmandatario.
Muchas de esas declaraciones, sobre el golf o su riqueza o incluso sobre si nevó en una de sus reuniones políticas, parecen relativamente insignificantes.
Pero otras, como engañar al público estadounidense sobre la gravedad de la pandemia de covid-19 o hacer afirmaciones sin fundamento y sin presentar ningún tipo de prueba, fueron mucho más dañinas.
Benjamin Ginsberg, autor del libro «La mentira estadounidense: gobiernos por el pueblo y otras fábulas políticas», señala que cuando se trata de falsedades presidenciales, algunos exmandatarios son más consecuentes que otros.
Ginsberg cita afirmaciones engañosas del hijo de Bush, el también expresidente George W. Bush, mientras vendía una secuela de la guerra en Irak a los ciudadanos de su país.
Entre sus artilugios se incluyó el minimizar las dudas que había sobre los informes de inteligencia que señalaban que el presidente de Irak, Saddam Hussein, poseía armas de destrucción masiva y que era un aliado de al Qaeda.
El autor indica que las «mentirotas» que conducen a una acción militar son las más perjudiciales de todas y, que en ese sentido, Trump no es tan culpable como sus antecesores.
Ginsberg, quien también es profesor en la Universidad John Hopkins, dice: «El problema es que el proceso de selección presidencial estadounidense es fundamentalmente defectuoso y produce monstruos».
Y agrega: «Requiere años de campaña y solo los individuos más arrogantes, ambiciosos y narcisistas están dispuestos a hacer tal cosa».
Hace algunos años los estadounidenses depositaron su confianza en sus comandantes en jefe como los niños lo hacen con sus padres.
Casi que los veneraron como semidioses.
¿Cuándo cambió?
Muchos historiadores señalan que esta ruptura de la confianza se dio a partir del mandato de Lyndon B. Johnson, aunque él no fue ni de lejos el primer presidente en engañar al pueblo estadounidense.
Robert Kennedy, el hermano de John F. Kennedy, dijo sobre Johnson: «Miente sobre todo. Miente incluso cuando no necesita hacerlo».
Las falsedades de Johnson sobre la guerra en Vietnam incluyeron hablar de un ataque naval de agosto de 1964 en el golfo de Tonkin que nunca ocurrió para escalar de forma dramática la presencia estadounidense en el país asiático.
«No vamos a enviar a niños estadounidenses a 9.000 o 10.000 kmde casa para hacer lo que los niños asiáticos deberían hacer por sí mismos», dijo dos meses después, en plena campaña electoral.
Después de ser electo, Johnson mandó las primeras tropas estadounidenses de combate a las zonas de guerra en Vietnam, a donde terminaría enviando más de 500.000 soldados.
El constante engaño de Johnson sobre este desastre en términos de política exterior envenenó la vida política del país y llevó a los periodistas a crear un concepto que fue casi un eufemismo de su gobierno: la «brecha de credibilidad«.
Su sucesor, Richard Nixon, hizo campaña basándose en la promesa de acabar de forma «honorable» la carnicería en Vietnam, antes de ampliar aún más el conflicto al bombardear secretamente a la neutral Camboya.
Sin embargo, fue otro encubrimiento —el escándalo de Watergate, un robo fallido de sus secuaces para espiar a sus rivales políticos— lo que destruyó la presidencia de Nixon.
A los niños en EE.UU. se les enseñó a decir siempre la verdad a partir de la fábula moral sobre la honestidad del presidente, que en sí misma era falsa.
«No puedo mentir» es una línea muy conocida de la historia de la juventud de George Washington, el primer presidente de EE.UU., en la que confiesa que él ha partido un árbol de cerezos con un hacha.
Pero fue en realidad inventada por el primer biógrafo de Washington.
El padre de la nación no estaba, de hecho, exento de mentir.
En 1788 intentó reescribir la historia al señalar que había sido el estratega detrás de la victoria sobre los británicos en la ciudad de Yorktown, siete años antes, durante la guerra.
Pero, de hecho, fueron sus aliados franceses los que idearon la estrategia en la decisiva batalla en Virginia.
Washington, en cambio, había estado defendiendo obstinadamente la idea de atacar Nueva York, como señala Ron Chernow en la biografía de 2010 sobre el primer comandante en jefe de Estados Unidos.
Mentiras extrañas
Algunas mentiras de los ocupantes de la Casa Blanca han sido bastante extrañas.
Thomas Jefferson le dijo a un naturalista europeo que exploraba la fauna del nuevo mundo que había mamuts en el inexplorado Lejano Oeste.
En 1983, el presidente Ronald Reagan afirmó que había filmado las atrocidades en los campos de concentración nazi mientras fue soldado del ejército de EE.UU. durante la Segunda Guerra Mundial.
Le contó la historia al entonces primer ministro de Israel, Yitzhak Shamir, en la Casa Blanca.
Lo cierto es que Reagan no salió de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque pocos recuerdan esta mentira.
Y muchos de los comentarios de Trump recopilados por The Washington Postson sin duda igual de poco memorables.
«Hemos tolerado las mentiras presidenciales desde el comienzo de la república«, dice el profesor Eric Alterman, autor de Lying In State: Why Presidents Lie – And Why Trump Is Worse («Por qué los presidentes mienten, y por qué con Trump es peor»).
«Pero Donald Trump es el monstruo de Frankenstein de un sistema político que no solo ha tolerado las mentiras de nuestros líderes, sino que ha llegado a exigirlas».
Para Alterman, el asalto al Capitolio a principios de años dejó patente cuán lejos llegó la influencia de Trump en la «creación de un mundo irreal».
Una lección útil en civismo de cómo un presidente, que ha sido pillado, reacciona lejos de las cámaras puede ser la de Bill Clinton.
En enero de 1998, Clinton negó, indignado, los reportes de que había tenido una relación sexual con la interna de la Casa Blanca Monica Lewinsky.
Pero una investigación sobre si Clinton había mentido bajo juramento aportó detalles bastante gráficos de sus acciones, incluido que el presidente había usado un cigarro como juguete sexual después de invitar a la joven de 22 años a la Oficina Oval.
En lugar de sentir vergüenza por engañar a la nación, Clinton expresó su alivio en privado, según la biografía de John F. Harris, The Survivor.
Incluso mientras se preparaba para salir en televisión en agosto de 1998 para expresar públicamente su arrepentimiento, el presidente le dijo a un amigo cercano: «La mentira me salvó«.
Clinton señaló que las acusaciones lascivas lanzadas contra él a cuentagotas habían permitido que el pueblo estadounidense aceptara gradualmente sus conductas y, en última instancia, habían salvado su vida política.
Todo es un triste recordatorio de la frase que está tallada en la repisa de la chimenea de uno de los comedores de la Casa Blanca:
«Que nadie más que los hombres honestos y sabios gobiernen bajo este techo».
Ejemplos de mentiras presidenciales
- México «ha invadido nuestro territorio y derramado sangre estadounidense sobre el suelo estadounidense», dijo James Polk en 1846 en el Congreso sobre un ataque que él mismo había provocado en lo que en realidad era el territorio en disputa.
- «Sus muchachos no van a ser enviados a ninguna guerra extranjera», dijo Franklin Delano Roosevelt a los votantes en 1940, incluso mientras ejercitaba su músculo político para enfrentarse a la Alemania nazi.
- «El mundo recordará que la primera bomba atómica fue lanzada sobre Hiroshima, una base militar». Lo dijo Harry Truman en 1945, cuando el objetivo era en realidad una ciudad y la mayoría de las aproximadamente 140.000 personas que murieron fueron civiles.
- Dwight Eisenhower aprobó una declaración que decía que un avión estadounidense U-2 derribado por los soviéticos en 1960 era solo un avión de investigación meteorológica. Luego reconoció que había sido una mentira y lo consideró aquello de lo que más se arrepintió.
- «Nadie entre el personal de la Casa Blanca, ningún empleado de esta administración estuvo involucrado en este incidente tan extraño», dijo Richard Nixon en 1972 sobre Watergate.
- «Hace unos meses le dije al pueblo estadounidense que no había intercambiado armas por rehenes. Mi corazón y mis mejores intenciones todavía me dicen que eso es cierto, pero los hechos y la evidencia me dicen que no«. Ronald Reagan en 1987, sobre el escándalo Irán-Contra.
- «Hemos eliminado a un aliado de al Qaeda y… ninguna red terrorista obtendrá armas de destrucción del régimen iraquí porque el régimen ya no existe», dijo George W. Bush en 2003.
- «Si le gusta su plan de atención médica, mantendrá su plan de atención médica. Punto». Lo dijo Barack Obama en 2013 y fue calificada como «la mentira del año» por PolitiFact, un proyecto de verificación de datos estadounidense sin fines de lucro operado por el Instituto Poynter.
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