Por Jorge Tamames* – Público.es
Pese a ser la quintaesencia de un político convencional, en 2020 y 2021 Joe Biden no dejó de sorprender. Logró imponerse en las primarias del Partido Demócrata, a las que se presentó como un candidato con escasas posibilidades y abanderando un discurso moderado que contrastaba con el de su principal rival, Bernie Sanders. Tras derrotar a Donald Trump, no obstante, Biden dio un viraje y arrancó su presidencia con una agenda social y económica sorprendentemente ambiciosa.
¿Cómo evaluar su presidencia un año después de su inauguración? En el balance pesan tres consideraciones principales: el estado de la transformación económica que prometió, la posición internacional de Estados Unidos y la situación doméstica del país.
La agenda económica de Biden constaba de tres iniciativas principales: un programa de estímulos anticrisis (de 1,9 billones de dólares y similar a los dos anteriores aprobados por Trump en 2020, de 1,4 y 0,9 billones); un plan de dos billones de inversión en infraestructura para renovar las renqueantes redes logísticas norteamericanas; y una inversión de 3,5 billones centrada en cuestiones de inclusión social: guarderías públicas, sostenibilidad climática, ampliación de la reforma sanitaria llevada a cabo por Barack Obama, etc. A ello se añadirían iniciativas como subir salario mínimo para empleados del gobierno federal, reforzar los sindicatos estadounidenses y un interés renovado por promover medidas antimonopolio desde la Casa Blanca. El objetivo, como Biden repitió en un sinfín de ocasiones, era establecer una economía nacional que favorezca a las clases medias y no al 1% más acaudalado de la sociedad norteamericana, como viene siendo costumbre desde hace décadas.
Solo con esta apuesta nominal, Biden se mostró exponencialmente más atrevido que su predecesor demócrata. Ante la crisis de 2008, Obama respondió con un programa de estímulos que hoy la mayor parte de economistas reconocen como demasiado pacato, y que sentó las bases de una recuperación débil y el posterior auge de Trump. En este caso ha sido al revés: antiguos gurús económicos del Partido Demócrata, como Larry Summers, criticaron las propuestas de Biden por parecerles demasiado proactivas.
Para ejecutar los programas de Biden, no obstante, son necesarias mayorías legislativas que al Partido Demócrata le cuesta ensamblar. Especialmente en el Senado, donde su margen es de un solo escaño y dos demócratas oportunistas –Joe Manchin y Kyrsten Sinema– acostumbran a boicotear al resto del partido. Así, Biden ha conseguido aprobar el plan anticrisis y el de infraestructuras, si bien el segundo se ha visto reducido a la mitad de su cuantía original. También se ha reducido a la mitad el plan de inversión social –rebautizado como Build Back Better–, pero ni siquiera así ha logrado aprobarse, y en caso de hacerlo estará muy lejos de movilizar los recursos necesarios para evitar los peores efectos de la crisis climática.
La reducción o incluso el descarrile de estas iniciativas, unido a problemas como el rebote de la inflación, las presiones en cadenas de suministros globales y la llamada «gran dimisión» de trabajadores que rechazan volver a sus puestos tras la covid presenta a EEUU con un cuadro de recuperación más débil del que se anticipaba a mediados de 2021. Esto es preocupante de cara a las otras dos cuestiones que Biden pretendía resolver a través de la transformación económica: la competición con una China cada vez más pujante en este ámbito y la radicalización de Partido Republicano.
En lo que respecta a China, la dureza de la administración Biden –constatada desde una primera cumbre en marzo, celebrada en Alaska, que reunió a los ministros de Exteriores de ambos países– muestra hasta qué punto el choque Washington-Pekín no fue un capricho de Trump, sino un enfrentamiento que le precedió y le ha sobrevivido. Los logros obtenidos por Washington en 2021 –como la firma del acuerdo de cooperación militar AUKUS, con Australia y Reino Unido– han venido a costa de irritar a otros socios norteamericanos, como Francia. Del mismo modo, la retirada de Afganistán –conflicto que, llegados a este punto, se había convertido en una distracción costosa y sin visos de victoria para EEUU– vino acompañado de una lluvia de críticas por parte de aliados norteamericanos, que consideraron la operación precipitada e irresponsable. Una muy cacareada Cumbre de las Democracias, que reuniría a un amplio abanico de socios internacionales de EEUU, terminó celebrándose por vía telemática y sin gran trascendencia en diciembre.
La principal inconsistencia para la acción exterior norteamericana en este ámbito continúa siendo Rusia. Si bien una minoría en el establishment de política exterior aboga por enmendar las relaciones con Moscú con el fin de impedir un acercamiento excesivo entre Rusia y China, 2021 solo ha presenciado un empeoramiento de la relación. Tras lograr prorrogar un tratado de control nuclear en febrero, Washington y Moscú han acumulado desencuentros: por las crisis abiertas en Bielorrusia y Kazajistán, así como por la reciente movilización de tropas rusas cerca de las fronteras ucranianas. La respuesta norteamericana ante una escalada militar en Ucrania también se considera relevante en la medida en que, a lo largo de la actual década o la siguiente, es posible que China recurra al mismo tipo de presión frente a Taiwán. Los vaivenes de Biden en este ámbito –tras su aparente reconocimiento, el 19 de enero, de que una incursión rusa limitada no acarrearía una respuesta contundente– reflejan el impasse en que se encuentra la acción exterior norteamericana.
En todo caso, EEUU se encuentra mal preparado a nivel doméstico para hacer frente a una competición internacional tan intensa. Una de las ideas-fuerza de Biden es que la fortaleza externa de un país deriva de su prosperidad interna. Si nos tomamos el principio en serio, la situación de EEUU no invita al optimismo. A la elevada polarización y la pujanza de los movimientos anti-vacunas se añade un Partido Republicano cada vez más radicalizado, incapaz de romper con lo que supuso la presidencia de Trump, que podría volver a presentarse a las presidenciales de 2024.
Las denuncias del trumpismo en ocasiones combinan adanismo e hipérbole. Cabe recordar que el Partido Republicano ya llegó al poder en un proceso electoral cuya integridad quedó cuestionada –el de 2000–, y a continuación llevó a cabo una política exterior más violenta y peligrosa que los bandazos incompetentes de Trump. Dicho lo cual, la consternación respecto al futuro de la democracia en EEUU no es una exageración. La mayor parte de los republicanos han asumido las tesis de Trump e insisten en que las elecciones de 2020 fueron amañadas. A nivel municipal y estatal, están tomando medidas para restringir la participación electoral de grupos tradicionalmente afines al Partido Demócrata. El esfuerzo de la administración Biden por revertir esta deriva –a través de dos leyes de reforma electoral– se enfrenta a obstáculos aún mayores que los programas de reforma económica en el Senado, porque requerirían derogar los reglamentos de obstruccionismo (el llamado filibuster), a lo que también se han negado Manchin y Sinema.
Si, como los sondeos indican, los republicanos obtienen una victoria en las elecciones legislativas de octubre, estos problemas se agravarán. «Un año después de las revueltas del Capitolio, la democracia estadounidense continúa siendo disfuncional», escribe el corresponsal norteamericano del FT, Edward Luce. «No hay que esforzarse mucho para imaginar a Trump volviendo al poder en 2025, asistido por una panoplia de restricciones al voto aprobadas en estados controlados por los republicanos». La única buena noticia en el frente doméstico guarda relación con los nombramientos judiciales. Aunque la Corte Suprema sigue en manos conservadoras, Biden ha logrado confirmar a más jueces en circuitos federales que ninguno de sus predecesores desde Ronald Reagan, lo que contribuye a reconducir el sesgo reaccionario que la judicatura norteamericana ha adquirido en los últimos años.
En lo relativo a la recuperación económica y la estabilidad doméstica –supuestamente imprescindibles para garantizar la competición con China–, el presidente se enfrenta a los mismos problemas que lastraron la agenda de sus predecesores republicano y demócrata: una sociedad híper-polarizada y un sistema político anquilosado, en el que vetar iniciativas es infinitamente más fácil que llevarlas a cabo. Una vez asentado en la presidencia, Biden ha dejado de sorprender. Si las reformas ambiciosas que prometió en su primer año quedan en un viaje a ninguna parte, el precio a pagar será un país aún más lastrado por la polarización y el desafecto.
Gentileza de Other News
*Jorge Tamames es un investigador en el Real Instituto Elcano y autor de «La brecha y los cauces».
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