Por Maciek Wisniewski * – La Jornada
Quizás el más destacado negacionista del genocidio armenio −en 1915 vivían en imperio otomano unos 2 millones de armenios cristianos; en 1922 quedaban ya sólo un poco más de 400 mil− era nada menos que el propio Adolf Hitler. Dirigiéndose a sus generales en la residencia en Obersalzberg poco antes de la invasión a Polonia en 1939 decía: “Mandé al este mis Unidades de la Calavera [SS] con la orden de matar sin piedad a hombres, mujeres y niños de la raza y la lengua polaca. Sólo así ganaremos el Lebensraum que necesitamos. ¿Quién, después de todo, se acuerda hoy de la aniquilación de los armenios?” (bit.ly/3xuORwa). En la víspera de desatar la guerra en Europa que desembocó, de acuerdo con el enfoque “funcionalista”, en el Holocausto, el genocidio de 6 millones de judíos y arrojó otros millones de víctimas −gitanos, comunistas, opositores políticos, homosexuales, discapacitados, etcétera, incluidos, entre otros, 2.6 millones de polacos étnicos, el asesinato que incluye las víctimas de la guerra y no cumple todos los rasgos del “genocidio”: el ímpetu exterminador nazi se centró al final en las élites políticas e intelectuales polacas, mientras la demás población fue destinada a esclavizar−. Hitler sabía lo que decía. El Estado turco nunca fue juzgado por este genocidio y su impunidad era muy alentadora.
Además, muchos de los oficiales enviados por él a las “tierras de sangre” orientales −Polonia, Bielorrusia, Ucrania− en su momento, de primera mano, podían observar a los turcos en acción. Alemania y Turquía eran aliados en la Primera Guerra Mundial. Entre las medallas de Rudolf Hess, el futuro comandante de Auschwitz, estaba la Estrella de Gallipoli. Hess estuvo en Turquía y en Siria, entonces imperio otomano, “en el lugar y en el tiempo preciso” (bit.ly/33eTkoV) para apreciar la eficacia y la crueldad con que los turcos exterminaban a los armenios (hombres, mujeres, niños) en una mezcla de asesinatos en masa y deportaciones. Bajo la pretensión de “relocalizarlos al este”, la misma cosa que los nazis contaban después a sus víctimas judías deportadas a los campos del exterminio, los turcos mandaban enteras comunidades armenias a las “marchas de la muerte” rumbo a los campos de concentración en Siria, lo mismo que los nazis hacían hasta los últimos días de la guerra. La mayoría de las víctimas moría antes del hambre, calor y maltrato. Los futuros oficiales de la SS, como Hess, parecían tomar notas. Un genocidio no juzgado y no reconocido, inevitablemente lleva al otro.
Benny Morris, el enfant terrible de los llamados “nuevos historiadores” israelíes (Morris, Pappé, Shlaim, Flapan) y el autor de un libro sobre el tema, The Thirty-Year Genocide: Turkey’s Destruction of Its Christian Minorities 1894-1924 (bit.ly/2QNA7YR), tiene un punto cuando subraya que la aniquilación de los armenios de principios del siglo XX era parte de una amplia campaña turca de eliminar de su imperio a todas las comunidades cristianas: armenias, griegas y asirias (bit.ly/3nRuSmW) −por lo que hablar del “genocidio” puede ser debatible (apuntar a un grupo de modo exclusivo por el solo hecho de su existencia parece ser la clave)−, pero cuando Raphael Lemkin, el jurista polaco de origen judío, acuñó en los años 40 aquel término (véase su libro Axis Rule in Occupied Europe, 1944), pensaba justamente en la suerte de los armenios.
“Me interesé en el genocidio −decía Lemkin− porque ocurrió tantas veces en la historia. Primero, por ejemplo, a los armenios y luego vino Hitler”. Su propósito −tras seguir con atención el proceso de Soghomon Tehlirian, un justiciero armenio que asesinó en 1921 en Berlín a Talat Paşa, uno de los arquitectos del genocidio y jefe de la Teşkilât-ı Mahsusa (Organización Especial) a cargo de él; ante la falta de justicia, una secreta organización armada armenia la tomó en sus manos ( Operación Némesis)−, no era sólo nombrar un fenómeno, sino tipificarlo dentro del derecho internacional para que tuviera responsabilidades y castigos concretos. Decir que el término “genocidio” no aplica “ya que en aquel entonces dicha palabra no existía”, uno de los “argumentos” negacionistas de Ankara, haría reír a Lemkin. He aquí el meollo del asunto: reconocido y juzgado, el genocidio armenio, forzaría a los turcos a pagar indemnizaciones y/o restituirles tierras y bienes a los descendientes de los sobrevivientes.
Robert Fisk, el gran corresponsal en Medio Oriente, se obsesionó con recordar y empujar el reconocimiento del genocidio armenio. Escribió incontables textos (bit.ly/3upK9Ok, bit.ly/3dWMSJa, etcétera). Uno de sus principales libros, The Great War for Civilisation (2005), tiene un apartado entero sobre el tema: “The First Holocaust” (el término que prefería usar Fisk). Citando los trabajos de Temer Açkam, uno de los audaces −y exiliados en EU− historiadores turcos, demostraba que las masacres de los armenios no eran “episodios separados”, como suele insistir Turquía, sino parte de un plan más grande y que las “relocalizaciones” −como lo demuestran los telegramas de Talat Paşa, a los gobernadores− eran una coartada inventada mucho antes de que empezó, sí, el genocidio. “Ni siquiera había eufemismos allí, como la ‘solución final’ nazi. Los oficiales otomanos usaban directamente la palabra turca para la ‘exterminación’: imha” (bit.ly/3nRsUD3).
El telón de fondo en el que ocurrió el genocidio armenio: la progresiva descomposición del imperio otomano, la humillante derrota a mano de fuerzas cristianas (Bulgaria, Grecia, Serbia, Montenegro) en la Primera Guerra de los Balcanes (1912-13), sin precedentes con el flujo de refugiados de terrenos perdidos, el auge del rabioso nacionalismo y finalmente la igualmente mal manejada campaña en la Primera Guerra Mundial en la que los armenios acabaron tachados de elemento subversivo aliado con fuerzas invasoras rusas, ponen una luz necesaria al exterminio de 1.5 millón de los armenios. Pero apuntan también al motivo, intento y a la −negada rotundamente− sistematicidad del Estado turco. Los gobernantes estaban desesperados por conservar a Anatolia, el centro y el corazón del imperio, pero lo único que podían ofrecer para defender a su pueblo fue la limpieza étnica de cuerpos foráneos (armenios, griegos, asirios). El argumento conservacionista siempre ha sido vehículo del genocidio y del negacionismo: después de todo Hitler, que luego tanto admiró a Atatürk por sus esfuerzos de edificar un país nuevo (bit.ly/33AqQGc) −encima libre ya de minorías gracias a los esfuerzos anteriores de los Jóvenes Turcos−, también clamaba defender al pueblo alemán de los judíos y otros elementos subversivos.
De allí el dizque genocidio armenio. Las alegaciones armenias. Choques con víctimas de ambos bandos. Cualquier mención del genocidio armenio está penalizada por la ley turca (el infame art. 301). Pero el negacionismo turco es tan entrelazado con la identidad nacional −¡de allí emergió la Turquía moderna!− que a menudo desemboca en su opuesto: en una abierta celebración y orgullo, sobre todo en la arena interna. Los mismos políticos que abogan internacionalmente por silenciar los hechos de la historia ante el público nacional se ufanan de lo mismo, refiriéndose a los armenios de hoy, ya fuera de la Turquía, como las sobras de la espada ( kılıç artıgı), insinuando que aún hay cosas inacabadas en referencia a los descendientes de los sobrevivientes.
Cuando a finales del siglo XIX, Theodor Herzl, el padre del sionismo, vendió, como se lo reprochó Bernard Lazare (bit.ly/3eMk7OA), a los armenios apenas salidos de las masacres hamidianas, una represión política que normalizó la violencia antiarmenia y abrió la puerta al exterminio posterior (bit.ly/3bo4NHb), al ofrecerle el apoyo político al sultán a cambio de una posible adquisición de Palestina, sentó un precedente para la ambigua relación de Israel con el genocidio 1915-1922 (bit.ly/2QvXqGw). Si bien la impunidad turca fue la que, entre otros, permitió décadas más tarde a Hitler aniquilar buena parte de los judíos de Europa, la oficial postura del Estado judío siempre fue una premeditada minimización por todos los medios posibles a fin de cultivar buenas relaciones con Ankara y preservar instrumentalmente el monopolio de la victimización. Lo que Shimon Peres dijo una vez a un periódico turco −“rechazamos los intentos de crear una semejanza entre el Holocausto y las ‘alegaciones armenias’…” (sic)− entró, según Israel Charny (bit.ly/3udTqsI), uno de los principales estudiosos del genocidio, en la distancia de la negación del genocidio armenio comparable con la negación del Holocausto (véase: A., Yair, The Banality of Denial: Israel and the Armenian Genocide, 2003).
Si bien últimamente relaciones israelí-turcas estaban a la baja e Israel parecía acercarse a un reconocimiento (debates en la Knesset, etcétera), Tel Aviv adquirió en los últimos años otro importante aliado −militar (el eje antiraní) y económico (petróleo/gas)−, igualmente un pueblo turco, negacionista del genocidio armenio: Azerbaiyán. La reciente guerra en Nagorno Karabaj/Arstaj, en la que el apoyo militar de Ankara y Tel Aviv resultó crucial para la victoria de Bakú (véase: M. W., Nagorno Karabaj: área de juego de imperios y moderno campo de batalla, en: Memoria, número 277, bit.ly/3eG94rp), no sólo resucitó el fantasma del genocidio armenio y de su negacionismo, sino que confirmó algo que varios estudiosos señalan desde hace tiempo: es completamente imposible entender el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán sin integrar en él el discurso de la negación del genocidio producido en Turquía y adoptado por Azerbaiyán (bit.ly/3o8EFFp).
En este contexto el reciente reconocimiento del genocidio armenio en su 106 aniversario por Joe Biden (bit.ly/3sQqIwu) −igualmente en un momento del alejamiento político con el régimen de Erdogan (y sin, como antes, anteponer cuestiones de la OTAN, acceso a bases turcas, etcétera)− con lo que EU se unió al grupo de apenas 32 países que lo reconocen oficialmente, fue una vindicación de las víctimas. Protestó Ankara. Protestó Bakú, lamentando la falsificación de la historia y omisión de masacres cometidas por armenios (¡sic!). Cuando en 2015 el papa Francisco reconoció el genocidio armenio en nombre de la Santa Sede habló del primer genocidio del siglo XX. Atinó y erró: el primero fue la casi total exterminación de los herero y los nama (bit.ly/3hnxSWL) por los colonizadores alemanes en Namibia, reconocido de hecho como tal por Berlín, pero no por muchos más. El genocidio armenio aún espera por su reconocimiento universal. Muchos más están en la cola.
Gentileza de Other News
*Periodista y analista polaco. Colaborador de “La Jornada” de México, y de “Le Monde Diplomatique”.
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