Por Jairo Vargas – Público.es
Más de 223.000 personas han sido expulsadas del país desde 2009, según los datos de un extenso informe realizado por las organizaciones defensoras de Derechos Humanos Irida y Novact. En él, se analizan las traumáticas consecuencias para las personas migrantes que genera el sistema europeo y español de fronteras inteligentes, con grandes inyecciones de dinero público en los últimos años.
¿Han sentido miedo al cruzarse con la policía cuando iban a comprar el pan durante el estado de alarma? Imaginen un estado de alarma constante, 24 horas al día, 365 días al año. Es lo que viven alrededor de medio millón de personas en España, las que se calcula que están en situación irregular. Son potenciales personas deportables, con el miedo y ansiedad que ello conlleva.
Desde 2010 hasta 2019, España ha deportado 223.463 personas. A la mayoría, más de 130.000, se las echó del país cuando ya habían entrado. Fueron víctimas de la violenta maquinaria estatal de las devoluciones (56.576) y las expulsiones (74.454), muchos con paso previo por los nada recomendables Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE). Al resto, 92.433 personas, bastó con no dejarlas cruzar las fronteras legales que tamizan a diario el enrome flujo de las personas que se mueven.
Hay varias formas de deportar a un extranjero. Unas más violentas, otras más burocráticas, pero todas resultan muy lucrativas para las empresas del control migratorio, que se han embolsado casi 130 millones de euros públicos en seis años. Pero también son altamente traumáticas para quien las sufre: ciudadanos libres (en su inmensa mayoría) a quienes las políticas migratorias europea y española rebajan a la categoría de deportable, es decir, desechables, indeseados para nuestro sistema mundo.
Esos son algunos de los datos que recoge el denso informe Vulneraciones de los derechos humanos en las deportaciones, un trabajo de los colectivos Iridia y Novact que pone el foco en los retornos involuntarios, «el acto de desplazamiento forzoso a través del cual una persona es trasladada, mediante el uso de la fuerza o la amenaza de su uso, desde el país de residencia o estancia hasta el país por el que accedió al Estado español», definen.
Una «política ideológica, selectiva y discrecional que justifica el control constante de la población migrante», explican. Algo que se ha consolidado como piedra angular de la política europea de migraciones, sin importar el alto coste personal que paga quien pasa por sus engranajes, ni los agujeros en los ordenamientos jurídicos de un Estado de derecho que genera en contables ocasiones, denuncian.
Con todo, las cifras son incompletas ya que, advierten, «no se publican de manera periódica ni sistematizada», mostrando «una gran falta de transparencia por parte del Gobierno y del Ministerio del Interior». Parece un proceso que no se quiere mostrar y que deja fuera del radar estadístico las criticadas devoluciones en caliente, sepultadas por «una falta de transparencia flagrante» en prácticas que escapan de cualquier procedimiento legislativo previsto en la Ley de Extranjería.
Repunte desde 2017
Lo que sí queda patente es que esta práctica se intensificado desde 2017, cuando la inmigración ha vuelto a copar la atención política, mediática y social, y los discursos racistas y xenófobos han llegado hasta el corazón de las instituciones públicas. «La tendencia en el total de deportaciones ha decrecido desde hace una década, aunque desde el año 2016 ha experimentado un cambio», aseguran, aumentando desde 2017 todas las formas de deportación: expulsiones, devoluciones y denegaciones de entrada.
En términos absolutos, hay muchos menos retornos de mujeres que de hombres, pero el nivel de «violencia sistémica y situaciones de vulnerabilidad» es más evidente en el caso de ellas. Especialmente para las trabajadoras sexuales y las trabajadoras del hogar en situación no regularizada, especifica el informe. «En ambos casos, se ven sometidas a la precariedad de la economía informal y a situaciones que favorecen la explotación», concluyen. Algo de lo que solo se puede responsabilizar al Estado, que es el que «desprotege a estas personas y las coarta a través del miedo y el control, impidiendo su acceso a recursos y servicios», aseveran los autores.
El 80% de las deportaciones que se efectúan no son consecuencia de un delito, sino de una falta administrativa: estar en situación irregular
Quizás sean las expulsiones la forma más traumática de deportación. A diferencia de las devoluciones, cuyo expediente se incoa al acceder irregularmente al país, las expulsiones son deportaciones de personas que ya residen en el Estado español y que «se imponen a través de una sanción administrativa fruto de ser detectadas con la situación administrativa irregular o de tener una condena penal», puntualizan los expertos.
El 80% de las que se efectúan no son consecuencia de un delito, sino de una falta administrativa, la estancia en situación irregular. Las hay exprés, sin paso previo por el CIE y efectuadas en menos de 72 horas gracias a una engrasada e invisible maquinaria policial que termina en un avión, con el expulsado esposado a otro hasta llegar, en la inmensa mayoría de los casos, a Marruecos. El gendarme de fronteras europeo y español por excelencia es el destino de extranjeros tanto marroquíes como de otros países africanos, enfatiza el estudio, que dedica al vecino alauí un capítulo entero del estudio.
Allí fue deportado Yasim Bendriss, un joven nacido y criado en Madrid que fue condenado por un delito no grave a una pena de prisión. No pasó por la cárcel, sino que fue llegado de la comisaría de Aluche, en Madrid, hasta el aeropuerto de Melilla, desde donde fue abandonado a su suerte en Nador con 90 céntimos en el bolsillo.
Debido a un procedimiento administrativo, y a pesar de haber nacido en Madrid, a Yasin M. lo detuvieron y lo deportaron en menos de 24 horas y sin garantías.
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