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Dios atiende en Buenos Aires.

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Por José Pablo Feinmann (Página 12)

Cuando era joven solía recorrer las provincias argentinas por un trabajo que tenía en esas épocas. Me gustaba tratar con la gente de nuestro país interior, no faltaba a ningún asado que me invitaran y también iba a cenar o a tomar un café con aquellos cuya amistad me había ganado. Fueron buenos años. Siempre –con cualquiera con quien hablara- decía una frase que le dolía: “Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires”. La burguesía porteña y la oligarquía de los ganados y las mieses triunfaron en las guerras civiles del siglo XIX. A partir del triunfo de Urquiza en Caseros decidieron que el país sería de ellos. La batalla de Pavón es un momento de quiebre. Urquiza traiciona a sus federales, le entrega el triunfo a Buenos Aires y se retira del campo de batalla. Buenos Aires se había separado del resto de las provincias y ahora buscaba someterlas. Mitre, el jefe de los porteños, inicia una guerra sucia a la que llama “de policía”, invade las provincias y luego le declara la guerra al Paraguay, que apoyaba a las montoneras federales. Es una guerra de exterminio. Aquí, Sarmiento, a quien hemos recordado en estos días, le dice a Mitre su famosa frase: “No ahorre sangre de gauchos”. Mitre, se sabe, no necesitaba el consejo y no ahorrará ni una gota de la sangre de los provincianos federales. Es una gesta siniestra. Aniquilan (Buenos Aires, Brasil y Uruguay) a los paraguayos de Solano López en eso que, sin duda, es un genocidio silenciado: mataron a todos los varones del Paraguay. Inglaterra necesitaba el algodón paraguayo, ya que el Sur norteamericano había sido asolado por la derrota de los soldados del estratega Robert E. Lee. El Sur exportaba algodón y tabaco a Inglaterra, que les “sugiere” a los países de la Triple Alianza (tratado que se firmó en el corazón del imperio británico, Londres) que terminen con el Paraguay proteccionista e industrialista de Francisco Solano López.

Llegamos, así, a 1880, donde Buenos Aires se declara capital de la República y las provincias quedan en la derrota, el atraso, el hambre. Ha muerto el federalismo. Roca invade los territorios de los pueblos originarios de la Patagonia en eso que, con precisión, David Viñas llamó “Etapa superior de la conquista de América”. En EEUU, cuando el Norte industrialista derrotó al Sur del monocultivo, empezaron la guerra contra el indio. “Go West young man” decían los yanquis. Y por diez indios que mataban iban mil o cinco mil colonos a conquistar el Oeste. Por eso EEUU es y ha sido una potencia y nosotros un país neocolonial. En su historia de América Latina, Tulio Halperin Donghi denomina “pacto neocolonial” a la relación que Buenos Aires entabla con Inglaterra y Francia. No lo inventó él, pero ya que un gorila y antimarxista –muy respetado en el ámbito intelectual- usa el concepto se nos permitirá usarlo a nosotros. El país neocolonial que construyó Buenos Aires fue para beneficio propio y no del resto del país. En suma y para decirlo todo: aquí no se hizo un país, se hizo una bella ciudad y se condenó al atraso al resto del territorio. Para hacerla se importaron grandes arquitectos franceses que construyeron los palacetes fin de siécle y art noveau que la engalanan. Esos desbordes arquitectónicos de las clases altas del llamado “granero del mundo” se continúan en, por ejemplo, el paseo del Bajo del rebelde Rodríguez Larreta. Es el mismo mecanismo: la gran tajada de la torta se la lleva y se la come la gran ciudad de Buenos Aires en un país en que el federalismo ha sido aplastado por los sanguinarios coroneles que Mitre trajo de Uruguay para terminar con el gauchaje federal.

Qué triste historia. Es, también, la que busca explicar Ezequiel Martínez Estrada en un libro que publica en 1940 y que expresivamente titula La cabeza de Goliat. Brevemente, para Martínez Estrada nuestro país tiene una peste, una enfermedad de origen que le impide crecer armoniosamente. Se trata de la desigualdad de su territorio. Es un país macrocefálico, con una gran cabeza y un cuerpo raquítico. La gran cabeza es, claro está, la próspera ciudad de Buenos Aires, que se quedó en el siglo XIX con el puerto y la aduana. Que centralizó toda la vida del país.

Curiosamente, la oligarquía (ante la llegada tumultuosa de la inmigración) quiso darse una identidad nacional. El trabajo corrió por cuenta de Lugones, que inventó un gaucho bueno, payador, tropero y amigo de los patrones. Lo hizo por medio de unas conferencias en el Teatro Coliseo, en 1915, que luego acumuló en su libro El payador. Así, el habitante de las campañas, aborrecido y aniquilado por Buenos Aires en el siglo XIX, pasó a ser la identidad nacional de un país de pocos ricos y demasiados pobres. Ahora, a raíz de una sedición de policía de la provincia de Buenos Aires, el presidente Alberto F. se propuso restarle un pequeño porcentaje de la coparticipación federal a Buenos Aires. El país está en crisis y hay que sacar la plata de donde injustamente reposa. Tremenda reacción del gobernador Larreta. Retomando los aires privilegiados de los señoritos de la generación del 80, definió a la medida como inconstitucional y otros adjetivos de gran aspereza. Es que Larreta es el más perfecto heredero de los hicieron la Buenos Aires “parecida a París” hace más de un siglo. La llenó de adornos elegantes y culminó su obra inmobiliaria y despilfarradora con ese paseo del Bajo que llenará de orgullo a algunos porteños pero que el país habría requerido en otras urgencias. Pero así es la historia del país. Buenos Aires es “la reina del Plata” y el resto del país es el país de la pobreza y el atraso. El federalismo tiene que volver por sus laureles. Si Dios atiende en Buenos Aires habrá que echarlo o pedirle que se democratice y pase a atender en todas las provincias. Es una vieja lucha y ahora se intenta escribir una página más. Eso –nada menos que eso- es todo.