Por Enrique Aschieri
27/06/2025
La división del trabajo es una constante social, pero el intercambio privado es un fenómeno histórico, no una ley natural inmutable.
Es nula la aplicabilidad de los modelos clásicos en la globalización actual, donde el capital no permanece estático. La persistencia de ideas librecambistas entre los libertarios a la violeta, en medio de la búsqueda de superávits comerciales en la Periferia, que se convierten en un medio para pagar deudas, perpetuando desequilibrios, en lugar de fomentar una prosperidad generalizada.
El filósofo y economistas escocés Adam Smith (1723-1790), que fue jefe de la aduana de Edimburgo, tuvo el tino de fundamentar a la economía como ciencia, al editar su obra magna en 1776: “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”. Hasta ese momento era una disciplina conformada por un conjunto de saberes prácticos destinados a manejar los intereses bien entendidos de las ciudades y los territorios, englobados en las doctrinas “mercantilistas”. Después de que el director de la aduana de la capital de Escocia publicara su “Investigación…” se comenzó a razonar con esquemas lógicos, con teoría. Así la economía se convirtió en una ciencia.
Es sabido que Dios es criollo pero tiene oficinas en Buenos Aires. Se destaca que el departamento de relaciones públicas celestial hizo una gran tarea al influir decisivamente para que la Constitución abra con un artículo que dice que la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal. Lo cierto es que en la Argentina y en la ciudad de pobres y duros corazones abundan –de hecho y de derecho- los partidarios de la forma de ver la vida del aduanero Smith. El fantasma del escocés también atiende cerca de Plaza de Mayo.
En las calles porteñas la atmosfera está impregnada por los miasmas que emanan los libertarios a la violeta y sus representantes en el gobierno que encabeza el hermano de la Karina. Smith es uno de sus próceres. Afamado como mentor fundacional de las ideas liberales, el escocés en ese fétido colectivo violáceo tiene el hado de pendón.
Escombrar la aproximación del aduanero Smith acerca de la división internacional del trabajo dice casi todo de las ideas de los libertarios a la violeta de cómo encarar la conexión de la Argentina con el áspero mundo de hoy. En las limitaciones del análisis de Smith sobre ese tópico está la raíz del extravío que le aguarda al país en materia de inserción internacional si TMAP (Todo Marcha Acorde al Plan), como hasta hace un tiempo firmaba sus comunicaciones en las redes sociales un asesor presidencial clave.
Social e internacional
Todas las relaciones económicas entre los seres humanos o entre los grupos de seres humanos, -comunidades, naciones, etc.-, están ligadas directa o indirectamente con una cierta división del trabajo. En el interior de cada grupo de seres humanos, reviste la forma de “división social del trabajo”; en tanto que al exterior deviene en la “división internacional del trabajo”. En consecuencia, toda división del trabajo, tanto sea “social” o “internacional”, implica alguna norma dada para el reparto del producto, de suerte que una es la condición necesaria del otro.
Pero ni la división social ni la división internacional del trabajo implican necesariamente un intercambio privado del producto. Esto resulta importante, porque es en este punto que radica el error básico de Adam Smith.
Por un lado, constató que ninguna sociedad humana puede existir sin alguna división del trabajo, dado que las necesidades del ser humano son múltiples para ser satisfechas por un esfuerzo individual. Consideró, por el otro, que en las sociedades existentes o conocidas por él, la distribución del producto se realizaba mediante el intercambio entre productores independientes. Por eso, llegó a la conclusión de que la propensión al intercambio privado forma parte de la naturaleza humana, al igual que la división del trabajo. El éxtasis de los liberales en general y de los libertarios a la violeta en particular.
El ser humano, un animal social, tiene que apropiarse de la naturaleza para reproducir su existencia. Es incapaz de hacerlo sin una suerte de colaboración con otros seres humanos. Esto implica un reparto de las actividades múltiples involucradas en dicha apropiación. Esto, impele a admitir que tal cooperación en la producción implica una distribución del producto global entre los participantes. Pero de aquí no se sigue que la única forma del reparto de marras sea el intercambio transaccional del tipo cinco bananas por un gorila.
En la comunidad primitiva (tribal) si bien existe una división social del trabajo, no existe un intercambio transaccional. No cambia el fondo de la cuestión que una que otra transacción tenga lugar. Se da de manera marginal y ocasional. Las más viejas profesiones tienen su lógica. En este tipo de sociedad integrada, la división social del trabajo y el reparto del producto forman un todo indisociable, establecido por el mismo acto directo en la instancia que expresa la voluntad social. En esto talla la decisión tomada por el jefe tribal o el consejo de ancianos.
Al contrario, en los tipos de sociedades en la que la distribución del producto se realiza por medio de una red de intercambios transaccionales (relaciones de mercado) son estos intercambios y sólo estos intercambios y sus resultados ex – post los que determinan indirectamente la división social del trabajo a través del conjunto de decisiones microeconómicas tomadas en el ámbito de los productores independientes.
Por consiguiente, la proposición de Adam Smith no está fundamentada en una de sus dos partes. La división social del trabajo efectivamente es un elemento constitutivo permanente de la naturaleza social de los seres humanos. El intercambio privado y el comercio no son más que un elemento histórico.
El intercambio privado en el plano internacional
Las cosas son un tanto diferentes en lo que concierne al escenario internacional. En ese escenario no se puede justificar fácilmente la presente división del trabajo, al menos con los argumentos expuestos anteriormente.
Lo mismo es aplicable a la época remota del colectivismo tribal. Es que las comunidades primitivas cuando intercambiaban productos entre sí lo hacían sobre una base transaccional, y es eso lo que permite decir que el comercio exterior precede históricamente al comercio interior.
En nuestra época, el hecho que justifica que el mercado siempre resulte la condición de existencia y ampliación de la división internacional del trabajo no autoriza, sin embargo, a concluir que es imposible que ello pueda suceder de otra forma. De hecho, tras los fallidos acuerdos de la OMC (Organización Mundial de Comercio) y su posterior y actual estancamiento, una y otra vez se buscan quitarle al mercado cualquier pertinencia. Justamente no se ponen de acuerdo en el cómo –siempre que eso fuera posible, lo cual es dudoso- no en lo qué se busca, aunque lo recubran de una retórica pro-mercado. La división del trabajo, tanto sea social o internacional, es una condición necesaria del intercambio transaccional, pero no es una condición suficiente.
La división internacional del trabajo
Lo que ahora –y desde hace unos años- se denomina “cadenas globales de valor”, antes se le decía división internacional del trabajo. Esta vez el departamento de relaciones públicas celestial no tuvo nada que ver. Cuando se dice que la división internacional del trabajo desde siempre y hasta el presente ha existido sobre la base del comercio exterior se impone un matiz importante.
Digamos que en cierta medida fundamental obedece a factores socio-históricos –en cualquier caso, institucionales y políticos- en lugar de haber sido originada en factores geo-económicos. Sino globalmente, al menos por fragmentos y pedazos, en vez del fruto de leyes objetivas, vale decir el efecto de los diferentes recursos naturales de cada país, ha sido forjada generalmente por imposición a los países dominados a través de actos voluntarios por parte de los países dominantes.
Los productos que eran típicos de la periferia, maíz, cereales en general, bananas, cacao, aceite de palma, uvas, algodón, caña de azúcar, fueron el fruto de trasplantes enteramente artificiales; o sea de una expansión impuesta por culturas lejanas más allá de las proporciones inscriptas en el cuadro geo-climático.
Igual sucedió cuando esa especialización en materias primas mutó en la periferia hacia la manufactura. Según la UNCTAD en la década de 1950, los bienes industriales representaban alrededor del 15 por ciento de las exportaciones de la Periferia. Para 2009, el 70 por ciento de las exportaciones de la periferia estaban constituidas por todo tipo de manufacturas industriales, desde las menos hasta las más complejas. En 1980, el número de trabajadores del sector manufacturero de la Periferia y el Centro eran similares. En 2010, había 541 millones de trabajadores industriales en la Periferia y 145 millones en el Centro. Verdad, China e India, ambas naciones en la Periferia, significan 40 por ciento de la fuerza laboral mundial. Un reciente paper de Hickel, Hanbury Lemos y Barbour, informa que los salarios de la Periferia son entre un 87 y un 95 por ciento inferiores a los del Centro para un trabajo de igual cualificación. En tanto los trabajadores de la Periferia aportan el 90 por ciento del trabajo que impulsa la economía mundial a cambio únicamente del 21 por ciento del ingreso global.
Intervención estatal
A pesar de la existencia de un mercado y de un comercio exterior sobre la base de intercambios transaccionales que condicionan un cierto modelo de división internacional del trabajo, la evolución de ese modelo fue jalonada de innúmeros umbrales de discontinuidad debidos a la intervención de los Estados más avanzados en sus relaciones con el resto del mundo.
Esta intervención pudo tener lugar por medio de una dominación política sobre ciertas regiones del resto del mundo, o sin que opere esta dominación. En el primer caso, se pueden incluir todas las medidas autoritarias que acompañan las conquistas y la colonización desde la violencia más brutal del pillaje liso y llano hasta la imposición de códigos aduaneros favorables a la metrópoli, pasando por las interdicciones legislativas que afectaban ciertas producciones internas del país o región dominada, o por las reglamentaciones de los transportes marítimos tipo “Navigation Act”, etc.
En el segundo caso –intervención autoritaria en el libre juego del comercio exterior- sin dominación política del socio, se pueden contabilizar todas las medidas proteccionistas directas o indirectas puestas para sí por los países avanzados. Directas, como las prohibiciones sobre ciertos lotes de determinadas exportaciones o importaciones, trabas legales a la circulación de metales monetarios, etc. Indirectas, tales como las barreras aduaneras de todo tipo y color; esencialmente aranceles a la exportación y a la importación.
Mercantilistas de ayer y de hoy
El conjunto de las intervenciones autoritarias de unos países fuertes sobre otros débiles, aludidas como partes de “la acumulación originaria”, la que llenó de sangre y guerras de conquista la historia humana –y de paso hizo trizas los sueños del Celta mientras impulsaba al corazón de las tinieblas a latir fuerte-, fueron desplegadas en su totalidad durante un período histórico, que establecido toscamente va desde principios del siglo XVI hasta el fin del siglo XVIII, y estuvieron condicionadas por una determinada infraestructura económica del país o de los países dominantes o simplemente avanzados. A esta infraestructura le corresponde una superestructura ideológica a la que se conoce bajo el nombre de “mercantilismo”.
El mercantilismo es una doctrina de política económica antes que un sistema teórico inscripto en la economía política. Los autores mercantilistas, sobre todo aquellos que escribieron durante el principio del siglo XVI, durante el siglo XVII y los de principios del siglo XVIII, no fueron teóricos y debe tenerse en cuenta que la economía política todavía no existía en tanto que ciencia. Eran una suerte de hombres prácticos-expertos, que se avinieron a elaborar para el uso de los gobernantes las recetas para la buena conducción de los asuntos de sus Estados; en particular y notablemente en el dominio de las relaciones económicas con otros países.
Los mercantilistas no se enredaban en las preocupaciones por racionalizar la economía mundial, ignoraban sistemática y muy voluntariamente tal tipo de noción. Consideraban que el único beneficio posible en el ámbito de las relaciones económicas internacionales era el beneficio de la venta. Buscaban sin ningún tipo de hipocresía –de esa hipocresía que es tan común hoy en día- cada uno para su propio país, las estrategias y los medios para enriquecerse a costa del otro.
Los mercantilistas no concebían otra forma de enriquecerse que no fuera empobreciendo a la contraparte. Según Colbert, el comercio se asimila a una guerra. En tanto se lo conciba así, es directo inferir que la victoria de uno ipso facto significa la derrota de otro.
Inquietados por el creciente desempleo de sus países en aquellos tiempos -y a despecho de una opinión actual en contrario sumamente difundida el desempleo era mucho más fuerte que en los períodos posteriores del desarrollo capitalista-, los mercantilistas se abocaron a buscar las ventas en el exterior y para poder lograrlo preconizaban principalmente dos medios, uno cuantitativo el otro cualitativo. A saber, respectivamente:
1) Una política a la vez de autarquía y de expansión del comercio. La antinomia aparente entre esos dos objetivos se resolvía mediante una suerte de comercio en sentido único; en otras palabras: a través de un excedente perpetuo de la balanza comercial.
2) Una política de elección de exportaciones e importaciones, a efectos de que las primeras incorporaran lo más posible y las segundas lo menos posible el trabajo vivo. Eso significa que buscaban exportar productos manufacturados e importar las materias primas.
Los mercantilistas “ortodoxos” del siglo XVI y XVII se manifestaban aún con más franqueza. Así Farbonnais podía escribir: “Es una ley extraída de la naturaleza misma de las colonias que en ellas no debe haber ninguna cultura, ningún arte que pueda ponerse a competir con las artes y las culturas de la metrópoli”. Farbonnais, les reprochaba a los europeos y sobre todo a los ingleses el haber permitido que sean establecidos ingenios azucareros en las colonias. Si el POTUS 47 lo descubre le hace un monumento al franchute.
Las primeras reacciones contra el mercantilismo fueron llevadas adelante por Quesnay y los fisiócratas franceses hacia mediados del siglo XVIII, pero en lo que concierne más específicamente al comercio exterior, indudablemente los ataques contra esta política económica provinieron de Adam Smith y David Ricardo en Inglaterra, que marcaron un giro decisivo en el pensamiento económico.
Por primera vez, una clase, los industriales, estaban llegando al poder, los cuales estaban interesados en el comercio de doble mano, los auténticos intercambios, los que ampliaban la división internacional del trabajo.
Esta clase no, solamente deseaba importar las materias primas y exportar los productos manufacturados, asunto sobre el cual todo el mundo estaba de acuerdo. Sino que además necesitaban abaratar las sustancias alimenticias para sus obreros. Esta necesidad chocaba de frente con los intereses de los terratenientes dado que la renta de la tierra gravaba considerablemente el precio de los cereales, habida cuenta que durante casi 1000 años al menos y hasta bien entrado el siglo XIX, casi todo lo que consumían las clases proletarias provenía de los cereales. Es sobre esta contradicción entre fabricantes y terratenientes que David Ricardo se diferencia esencialmente de Adam Smith.
Adam Smith, había puesto al descubierto la ineptitud de perseguir la búsqueda del excedente por el excedente –exportar más de lo que se importa-, por la razón bien simple de que si todos los países hacen la misma cosa, el comercio internacional se vería finalmente bloqueado pues no habría excedente en ninguna parte. Para atender el problema del bloqueo potencial, se debía buscar una balanza comercial equilibrada con mayor número de rubros de exportación e importación.
Sin embargo, al hacer depender los intercambios internacionales de los costos absolutos, Adam Smith volvía el problema insoluble, al menos a escala mundial. Y eso porque Inglaterra era más productiva que el resto del mundo, en términos absolutos y no solamente en los productos manufacturados, en los cuales era menos productiva con relación a su sector agrario. Este es un hecho frecuentemente olvidado de la realidad económica. Inglaterra era un gran exportador de cereales, hasta el siglo XVIII inclusive. Entonces, se la reputaba como el granero de Europa. Ese estatus fue poco a poco declinando durante el curso del siglo XVIII, hasta que se revirtió completamente a mediados del siglo XIX.
Entonces, si la renta del suelo de los terratenientes británicos acababa por disminuir, el precio de los cereales ingleses devendría más bajo que el del extranjero y no se ve bien qué es lo que tendría que importar Inglaterra del extranjero, por fuera de aquellas materias primas como el algodón, el azúcar o productos muy específicos como el té, para poder contrabalancear sus exportaciones masivas de productos manufacturados; las cuales deberían ajustarse de las exportaciones, no más que ocasionalmente, de cereales, o, las cuales más o menos no devendrían en otra cosa que la contrapartida de las importaciones de cereales de una cierta importancia.
Fue a la solución de este problema a la que se abocó Ricardo con su teorema de los costos comparativos. La solución consistió en postular que, pese a la superioridad de Inglaterra en la producción de cereales, la libertad de comercio no inducía la exportación pero sí en cambio la importación de este producto, porque la superioridad en los productos manufacturados es aún mayor que la relacionada con los productos de la tierra.
Constituyó después la piedra angular del edificio del libre cambio. Era una verdad tan brillante, tan sólida, tan insospechada, que parecía coherente con el interés de toda la humanidad enviar las cañoneras inglesas portadoras de las buenas nuevas a los bárbaros más distantes, aquellos que todavía persistían en mantener las barreras y los grilletes que desviaban la libre penetración del comercio liberador y generador de bienestar.
También en estos aspectos, vale tener en cuenta que desde su publicación, el teorema se erigió en dogma de la Economía Política académica y está banalizado para su reproducción en todos los manuales y todos los tratados de comercio exterior.
Hoy en día
Y la verdad se ha dicha, la política económica de los mercantilistas, designada indiferentemente con sus apelaciones de sistema mercantilista o sistema nacionalista, ha sobrevivido a sus inspiradores y constituye una constante de la práctica de los Estados capitalistas desarrollados. Con la saga de la “globalización” se atenuó por unos pocos su incumbencia. Pero ya está en vías de recuperar el terreno perdido con el encantador Donald Trump al timón.
Oren Cass el economista republicano conservador que tiene sus influencias en el gobierno del POTUS 47, numen del think tank derechista American Compass, señala que “Smith y Ricardo formularon sus propuestas en términos incompatibles con la globalización moderna. Ambos asumieron que el capital permanecería en el mercado interno. Y, como corolario, ambos concebían el comercio como algo que se daba únicamente sobre la base de bienes por bienes”.
De manera que para Cass “Avanzar con confianza en la globalización moderna basándose en Smith y Ricardo es un acto de arrogancia espectacular, equivalente a consultar un tratado sobre vuelo que describe cómo los objetos pueden desafiar la gravedad si un motor proporciona suficiente empuje y un perfil aerodinámico proporciona suficiente sustentación, y luego arrojar sin miramientos a pasajeros por un precipicio en cajas metálicas”.
A partir de esa metáfora cruenta desgrana el error de los que creen que una mayor globalización siempre traería mayores beneficios. Señala que “En ‘La Constitución de la Libertad’ (1960), Friedrich Hayek criticó a quienes ‘carecen de fe en las fuerzas espontáneas del ajuste’ y, en cambio, promovió ‘la actitud de asumir que, especialmente en el ámbito económico, las fuerzas autorreguladoras del mercado de alguna manera producirán los ajustes necesarios a las nuevas condiciones’. Como excelente ejemplo, aseguró a los lectores que ‘algún equilibrio necesario…entre exportaciones e importaciones, o similar, se logrará sin un control deliberado’”.
El gobierno libertario debe confiar en eso, una de las cabezas del ministerio de Economía, José Luis Daza, dijo que el déficit externo alcanzará este año el 2 por ciento del Producto Interno Bruto. Pactaron con el FMI 2700 millones de dólares para todo 2025. El déficit comercial en el primer trimestre del año es de más de 5100 millones de dólares.
Desde las malas consecuencias de estas ideas Cass señala que “Las contradicciones internas de la globalización implican que, lejos de optimizar el capitalismo, ha dejado a los capitalistas ante un dilema espinoso: libre comercio o libre mercado, elijan uno. La opción correcta es un libre mercado en el que el capital nacional debe utilizar la mano de obra nacional para servir a los consumidores nacionales. A diferencia de la globalización, esta es una fórmula para una prosperidad generalizada”.
Nosotros y ellos
En la República Imperial el libre cambio está de salida. Acá, los libertarios a la violeta siguen inquebrantables en su fe librecambista. Es en lo único que se separan en todo del POTUS 47.
La alternativa no debe confundirse. Las mayorías nacionales no deben caer en la tentación de creer que la industrialización por sí misma nos vuelve prósperos. Ya se vio que desde hace años el grueso de las exportaciones periféricas son manufacturas. El tema es como volcar el excedente que se va al exterior en el mercado interno.
El único medio para una cesión unilateral de riquezas de un país a otro es mediante un desequilibrio de su balance comercial –la cuenta de exportaciones e importaciones. Entonces es ahí adonde debe apuntarse. Este desequilibrio es tanto formal como informal. Cuando es formal se tiene un déficit comercial: se importa más de lo que se exporta. Eso no presenta mayores problemas: a corto o a mediano plazo se equilibra. El asunto clave es el desequilibrio informal, que por ser informal no deja de ser real y fundamental para la suerte de los países periféricos.
La transferencia de valor es informal justamente porque permanece disimulada en el interior de la estructura misma de los precios corrientes a los cuales se exporta e importa, como una no-equivalencia de sus elementos integrantes: los salarios y la ganancia. Dado que la ganancia se iguala a escala mundial, y no los salarios –sufren o disfrutan las fronteras-, estos son muy bajos en la periferia y muy altos en el centro, fijando así donde hay más y menos o casi nadie pobre.
Como la riqueza genera riqueza y la pobreza genera pobreza, de un lado algunos países mantienen niveles de producción, empleo y salarios, y sostienen el proceso de acumulación de capital físico y humano, con los saltos tecnológicos correspondientes. Del otro, la dinámica es la inversa. La contracción de los mercados de los países en desarrollo, en términos de poder adquisitivo, derivó en la profundización del comercio entre países con alto poder de compra, disminuyendo el peso del comercio norte-sur a un porcentaje mínimo.
No obstante, dado los volúmenes alcanzados de deuda externa en la periferia en los últimos tiempos, se tornó factible recientemente que los países en desarrollo alcanzaran superávits comerciales que les permitieran hacer frente al pasivo foráneo, al mismo tiempo que los países desarrollados colocaban sus productos en otros mercados.
Sin embargo, el superávit comercial de las economías periféricas es diferente funcionalmente al de las economías prósperas. Ambas venden al exterior lo que no colocan en el mercado local. La diferencia radica en que el Centro ajusta su venta al exterior a su venta al mercado local. La Periferia hace lo inverso.
Para la Periferia, la exigüidad del mercado interno “obliga” a colocar la producción en el exterior, lo cual a su vez, contribuye más tarde a la exigüidad de dicho mercado interno. Se ha entrado en una dinámica donde la periferia vende más, no para comprar más, como sería lógico, sino para pagar. El desempleo hace el resto. Y la ideología libertaria a la violeta -en un mundo que les es cada vez más extraño- intoxica todo. ¡Qué destino el del fantasma de Adam Smith! Deambula por Buenos Aires extraviado entre las consecuencias prácticas de las ideas expresadas por Cass y las ensoñaciones de la hermana Karina.
Fuente yahoraque.com
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