Por Jorge Arguello – Embajada Abierta
Viví en Estados Unidos en diferentes momentos y en distintas circunstancias. Aprendí a conocer a su gente, su modo de vida y sus instituciones. Y si algo me resulta incontestable hoy de esa nación tan compleja como diversa es que los cambios forman parte de su ADN y que debemos ser capaces de entenderlos porque siempre, de algún modo, nos terminarán alcanzando.
Estudié allí a comienzos de la década de 1970. El mundo estaba aún tomado por la Guerra Fría, Washington lidiaba con el conflicto árabe-israelí y la crisis del petróleo ponía en jaque a Occidente. Pero Estados Unidos ya se encaminaba a consolidarse como la primera potencia mundial, mientras la Unión Soviética tambaleaba. También por aquel entonces comenzaban a abrirse las puertas de la globalización.
Fronteras adentro se respiraba la etapa final del conflicto de Vietnam y, poco después, el escándalo Watergate conmovía al país y al mundo con la inédita renuncia de un presidente, el republicano Richard Nixon. Pero, a pesar de todo, los estadounidenses todavía sentían que su país estaba cumpliendo con su destino histórico.
Muchos años después, en 2007, desde Argentina me trasladé a Nueva York para hacerme cargo de la Representación Permanente de Argentina ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Suele decirse, y lo comparto, que Nueva York es un ícono estadounidense que, paradójicamente, tiene poco que ver con el resto del país. Sin dudas, la “Gran Manzana” me brindó una aproximación muy diferente de lo que había vivido en el estado de Indiana en mis épocas de estudiante.
En 2008 vi al júbilo y la esperanza adueñarse de las calles y de los corazones de una buena parte del país, que celebraba la elección del primer presidente de origen afroamericano. Luego, esto habría de cambiar.
Durante cinco años tuve el privilegio de actuar en representación de mi país en el máximo escenario de la diplomacia mundial. Allí entendí cómo funciona el sistema internacional de toma de decisiones y, en especial, comprobé cabalmente el peso que en él tiene Estados Unidos como potencia hegemónica.
Por fin, en 2011 asumí como embajador de Argentina ante la Casa Blanca. Esta vez Washington me ofreció una tercera visión del mismo país: la del establishment, los lobbies y el poder político. 2012 fue un año electoral. En Charlotte (Carolina del Norte) y Tampa (Florida) los debates de las convenciones partidarias demócrata y republicana me permitieron interactuar “mano a mano” con muchos dirigentes –de uno y otro partido– de todo el espectro nacional. Las liturgias partidarias se cumplieron y Barack Obama y Mitt Romney fueron nominados candidatos presidenciales.
Como embajador, repartí además mi tiempo entre Washington y todas las representaciones consulares de nuestro país, en California, Illinois, Georgia, Nueva York, Texas y Florida. Esos viajes, junto a mis continuas visitas al Congreso de los Estados Unidos, fueron completando en mí la noción de un rompecabezas nacional único y polifacético.
* * *
En esos años también vi nacer y extenderse la crisis de 2008. Viví dentro de ella y pude seguir –paso a paso– su evolución y consecuencias, primero domésticas, luego planetarias. Las huellas de ese estallido impregnan una buena parte de este libro. No podría ser de otra manera: marcó un punto de inflexión y desnudó la realidad del Estados Unidos que se venía gestando, un país muy diferente al del “sueño americano”, más económicamente desigual y socialmente diverso que nunca.
En esos años fui un espectador privilegiado de una crisis que puso en evidencia –de modo dramático– un cambio de época que, en verdad, se había venido incubando en Estados Unidos a lo largo de las últimas décadas. Esta obra se adentra precisamente en ese proceso histórico, sus causas y sus principales hitos. Desde mi posición tuve la posibilidad de frecuentar en esa época a muchos de los actores centrales del país. Pude palpar el modo en que la crisis desnudó al sistema político, pero también cómo determinó –y continúa determinando– importantes cambios en la política exterior de Estados Unidos y en su despliegue militar y comercial en el mundo.
Los establishments partidarios –demócrata y republicano– aparecen hoy crudamente cuestionados y su legitimidad, escorada. Crecen, incluso, las voces que reclaman la creación de un tercer partido, nuevo y distinto.
Este malestar se ha evidenciado de manera contundente a lo largo del proceso electoral de 2016 que, más allá de los candidatos Donald Trump y Hillary Clinton, ha instalado la certeza de que el sistema político resulta insuficiente tal como se presenta hoy. Es una época que anuncia todavía más cambios.
* * *
Ahora, de regreso en Argentina, me dispongo a compartir con el lector lo que he observado, vivenciado y aprehendido durante mis años en esa poderosa, rica y compleja nación.
Si bien cada país expresa una singularidad acabada, vivimos en un mundo cada día más integrado en el que ya no basta con conocer la propia realidad. “Quienes solo conocen un país no conocen ninguno”, advierte Seymour Martin Lipset [1]. Y es verdad. Necesariamente, como en otras etapas de la Historia, las vicisitudes de la principal potencia del orbe determinarán una buena parte del acontecer mundial.
De allí lo imperioso de deshacernos de preconceptos a la hora de abordar otras realidades nacionales. Reconocerlas y explorarlas con la propia mirada es un imperativo que enriquece nuestras posibilidades. La experiencia comparada no solo no limita, sino que expande nuestra capacidad de acción. La manera en que Estados Unidos resuelva el nuevo dilema que hoy tiene frente a sí no nos será ajena. De ese proceso extraeremos nuevas y necesarias herramientas para ayudarnos a entender lo que pasa en el mundo y a comprender nuestra propia realidad.
Por eso este libro.
[1] Seymour Martin Lipset, American Exceptionalism: A Double-Edged Sword, Norton and Company, New York, 1997.
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