Por Juan Gabriel Valdés* – El Mostrador, Chile
“Muss, el Gran Imbécil” es el título del famoso ensayo que Curzio Malaparte escribió contra Mussolini y podría perfectamente haber sido escrito contra Donald Trump. “Que peligroso instrumento puede ser el Estado en manos de un hombre sin escrúpulos, cuya sola ambición es la de imponer al pueblo la idolatría de sí mismo”, escribe Malaparte. Y agrega: «La obra maestra de Mussolini como hombre de Estado fue la capacidad de despertar, hacer salir a flote y organizar, poniéndola a disposición de sus propios fines, todas las fuerzas oscuras y ciegas que actúan inconscientemente en los bajos fondos de la psicología del pueblo”. El texto es de 1931, pero podría haber sido escrito hoy. Encarna a Trump. Más bien dicho, representa a todos aquellos autócratas y proyectos de autócratas que hacen de su narcisismo la base y el fin de su acción política, y encuentran en los miedos e inseguridades que afligen a vastos sectores de la población la fuerza para apoderarse del Estado.
Hace dos días hemos visto incrédulos a los representantes de aquellas “fuerzas oscuras y ciegas”, a ese “puñado de deplorables”, como una vez los llamó Hillary Clinton, asaltar el Congreso, y unas horas más tarde, a 120 congresistas republicanos objetar la victoria presidencial de Joe Biden, basados en las mismas falsedades que habían impulsado a los asaltantes: mentiras rechazadas por jueces y gobernadores federales, que –según las encuestas– son creídas por la mayoría de los 75 millones de norteamericanos que votaron en noviembre por Trump.
Es precisamente ahí donde radica la fuerza de Donald Trump o de cualquier otro personaje que vuelva en el futuro próximo a interpretar su papel. Es en esa mentira donde aparece la mayor debilidad de la democracia estadounidense y, en definitiva, de cualquier sistema democrático. Trump ha horadado la idea central de que existe una relación particular entre la democracia y la verdad, una premisa básica en la creación y consolidación de las democracias occidentales. Lo ha hecho no en un país pequeño y marginal con una historia de militares o tiranuelos, sino en la que se consideraba la primera democracia del mundo. Y ha conseguido como respaldo no a una parte marginal de la población, sino que a un número no muy lejano a la mitad de la ciudadanía.
Por una parte, está la revolución de las redes sociales. Gracias a Twitter –un instrumento que liga directamente al demagogo con sus seguidores, y a la creación mediante algoritmos de comunidades cerradas sobre sí mismas–, Trump ha conseguido que su diaria repetición de falsedades germine en una realidad alternativa, es decir, en un conjunto de creencias firmes y retroalimentadas como señales de identidad por comunidades, grupos sociales y muchedumbres manipulables.
De tal manera que la idea de que Biden perdió la elección, que la ganó Trump, y que las elites lo despojaron de su victoria, falsa de falsedad absoluta como es, está ahí para quedarse, y se transforma en el mito fundante de una parte del Partido Republicano que agrupa los supremacistas blancos, pero no solo a aquellos, sino también a todos quienes han visto sus empleos desaparecer por la globalización, su predominio racial amenazado por los afroamericanos y la inmigración latina, y sus tradiciones y creencias apremiadas por la diversidad sexual y la creación de una cultura plural. Es decir, a un mundo dramáticamente resentido por una sociedad que se desarrolla de manera fenomenalmente desigual.
La tarea que espera a los demócratas es de una magnitud incomparable a la de cualquier otro gobierno previo, al menos desde que Roosevelt lanzara la transformación del país tras la Gran Recesión. Es precisamente esta dimensión la que puede provocar el sentido de resiliencia que posee el pueblo estadounidense y la fibra combativa de sus dirigentes, pero difícilmente disminuirá la polarización política que ha permitido el surgimiento de Trump.
¿Cómo puede Biden reparar una división de esta magnitud? Su apuesta por restablecer la dignidad del cargo, la serenidad en las decisiones y la normalidad en el país es la única posible, pero topa a poco andar con fenómenos telúricos, muy especialmente con un odio racial que, al contrario de disminuir, parece haber aumentado en los últimos años. Se verá favorecido por la mayoría conseguida en la Cámara y el Senado y, al menos inicialmente, si un grupo conservador, arrepentido de Trump, intenta recuperar la conducción del Partido Republicano para las tradiciones democráticas.
Pero ¿cuánto tiempo puede durar esa línea en un partido que parece destinado a representar esa extraña coalición entre los ricos que luchan por la reducción de impuestos, el resentimiento social de los que pierden sus empleos y los que se movilizan por el miedo a los inmigrantes y el odio hacia quienes los acogen o practican la diversidad sexual o religiosa? ¿Cómo podrá Biden, por otra parte, recuperar el apoyo de las organizaciones de trabajadores blancos y desarmar esa coalición anómala de ricos y pobres “trumpistas”, sin alienar al votante progresista y liberal, aquel que pide más diversidad y más derechos sociales?
En todo caso, este esfuerzo deberá llevarse a cabo en un cuadro signado por una pandemia que ha desnudado todas las debilidades presentes en una sociedad que degradó durante años los servicios públicos, en medio de una crisis económica de proporciones solo comparables a la Gran Recesión y la existencia de una enorme desigualdad marcada por el estancamiento de los salarios y la riqueza de los grupos medios desde los años 80. La tarea que espera a los demócratas es de una magnitud incomparable a la de cualquier otro gobierno previo, al menos desde que Franklin Delano Roosevelt lanzara la transformación del país tras la Gran Recesión. Es precisamente esta dimensión la que puede provocar el sentido de resiliencia que posee el pueblo estadounidense y la fibra combativa de sus dirigentes, pero difícilmente disminuirá la polarización política que ha permitido el surgimiento de Trump.
El nuevo gobierno deberá contar con el hecho de que el miércoles pasado apareció una derecha extrema, que no ve en el asalto al Congreso el fin de la era de Trump, sino más bien el incendio del Reichstag, es decir, la señal para iniciar la guerra contra quienes considera un enemigo interno y una amenaza a su existencia. Armada con un mundo paralelo de conspiraciones oscuras y ciegas, esa masa disponible seguirá alineada detrás del liderato de Trump. Y si este, porque se lo impide la justicia o la salud, deja de encabezarla, buscará hasta encontrarlo a “otro individuo sin escrúpulos, cuya sola ambición es la de imponer al pueblo la idolatría de sí mismo”.
Gentileza de Other News
*Político socialista chileno, ex ministro de relaciones exteriores del presidente democratacristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000). Ha sido también embajador de Chile en Argentina, España, Estados Unidos y ante Naciones Unidas.
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