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El hombre que piensa que todos piensan como él

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Por José Natanson para El Dipló –

Permítanme presentarles a un personaje de nuestro tiempo: el hombre que piensa que todos piensan como él. Puede ser un tío, un primo más o menos lejano, un vecino, en todo caso esa persona que, firmemente ubicada en el medio de un grupo, expresa su posición política como si fuera la única aceptable, como si quienes la escuchan, por el solo hecho de compartir el mismo aire, necesariamente tuvieran que estar de acuerdo. De claras reminiscencias capusotteanas, el hombre que piensa que todos piensan como él es inmune al contexto: Pedro Saborido lo pondría a defender la República y criticar a los planeros en una esquina de La Matanza, o a defender a 678 en la cena de fin de año de la Universidad Di Tella.

La principal explicación sobre el origen de esta criatura singular radica en la transformación del espacio público. Como señalamos en el editorial de septiembre, el paso de un sistema de medios cerrado, integrado por unos pocos canales de televisión abierta, radios AM y diarios en papel, a un panorama más atomizado, conformado por una creciente cantidad de emisores –señales de cable, FM, sitios web, blogs– produjo una segmentación de la audiencia que obligó a los programadores a dejar de lado las posiciones moderadas, destinadas a interpelar a públicos amplios, para explorar líneas editoriales más específicas, orientadas a nichos más pequeños. Las redes sociales marcaron el paso de esta hipersegmentación a una nueva, y más peligrosa, hiperpersonalización. En El filtro burbuja (1), el investigador Eli Pariser explica que tanto los buscadores de Internet como las redes sociales son en esencia empresas de publicidad cuya rentabilidad depende de que pasemos dentro de ellos la mayor cantidad de tiempo posible. Apoyadas en algoritmos y sistemas de inteligencia artificial que aprenden mientras trabajan, las plataformas compiten por nuestra atención, y al hacerlo nos ofrecen información, videos y referencias emocionales con los que saben que nos sentiremos cómodos, a partir del adagio, tan viejo como la humanidad, de que no hay nada peor que alguien que nos dice lo que no queremos escuchar.

Como recuerda el documental de Netflix El dilema de las redes sociales, Google arroja diferentes noticias de acuerdo a quién sea el que tipea “El cambio climático es…”: el fin del planeta, un problema ambiental, algo que ocurre naturalmente, un invento del Partido Demócrata. Como si todos fuéramos Yrigoyen, con su propio diario. O el protagonista de The Truman show, condenado sin saberlo a vivir en un mundo construido especialmente para él. ¿Por qué Truman nunca desconfió de lo que pasaba?, le preguntan en uno de los momentos más interesantes de la película a Christof, el creador del show. “Porque aceptamos la realidad tal cual se nos presenta”, responde.

Las burbujas rara vez se tocan, lo que provoca una desestructuración del espacio público que agrieta la convivencia democrática y es una de las causas de una tendencia sobre la que quisiera volver: la política del odio. El discurso del odio, en efecto, es un discurso cerrado, autoevidente, que no requiere validación externa (científica por ejemplo), en el que el otro no es considerado alguien que piensa diferente sino un peligro para la propia existencia. Por eso el hombre que piensa que todos piensan como él es menos un provocador que alguien que simplemente no puede creer que el otro no coincida con su opinión. Para él, su posición política, sus creencias y sus valores son tan obvios que quienes no los comparten viven en otro planeta. Las consecuencias son claras: ¿puede ser considerado un igual, alguien con quien vale la pena dialogar y cuyo voto resulta igualmente válido, alguien que está tan equivocado?

En Las vueltas del odio (2), Gabriel Giorgi y Ana Kiffer lo explican en estos términos: “El odio político es, fundamentalmente, circulación. Se mueve y se adhiere entre superficies. Busca demarcar un colectivo a partir de un odio común. No siempre lo puede hacer, pero su impulso es el de operar como contagio”. Y agregan: “El odio quiere hacer mundo colectivo, que puede durar un instante, pero eso no importa: quiere trazar las coordenadas de un común a partir de la segregación de un ‘otro’ siempre demasiado próximo. Su lema fundamental podría ser: que ese o esa (o eso, porque el odio deshumaniza) desaparezca de mi vista, para fundar sobre esa desaparición un territorio común”.

En mi editorial de septiembre llamé la atención, siguiendo los análisis de Daniel Feierstein y Ezequiel Ipar, sobre la utilización del odio como herramienta política (3). Roberto Gargarella escribió una respuesta, publicada en la web de el Dipló (4), que creo malinterpreta casi todo lo que digo pero que tiene un punto que vale la pena revisar: el odio –dice– no es de un solo sentido, de derecha a izquierda o de anti-peronismo a peronismo. En Argentina, a donde Gargarella limita la crítica a un texto que yo quise escribir más amplio, el odio vive a ambos lados de la grieta.

¿Es así? Creo que sí. Aunque mucho más visible en la oposición, en el peronismo también hay odio: recordemos que durante el kirchnerismo se instalaron retratos de periodistas a los que se invitaba a escupir en la Plaza de Mayo y se celebraron “juicios éticos” contra comunicadores. Así como hoy algunos desaforados atacan a los cronistas de C5N, un año atrás una movilera de TN era agredida durante la presentación del libro Sinceramente (al solidarizarse con la periodista, el mismo Alberto Fernández dijo: “Cuando en épocas de Cristina había ataques a los periodistas siempre me puse del lado de los periodistas”). Y recordemos también a Guillermo Moreno, que hoy puede parecer un personaje de Martín Karadagian pero que con su patoterismo de hojalata, su bijutería y sus guantes de box fue el hombre fuerte de la economía kirchnerista durante una década, hasta que Axel Kicillof tuvo la buena idea de poner su renuncia como condición para asumir como ministro. En 2017, un grupo de diputados del PJ, incluyendo al presidente del partido, José Luis Gioja, presentó un pedido de juicio político contra Macri (si la operación no fue calificada de destituyente es porque el entonces oficialismo no estaba familiarizado con la palabra). Antes de las elecciones de 2019, sin más pruebas que los propios prejuicios, se anticiparon todo tipo de maniobras fraudulentas entre el gobierno de Macri y la empresa Smartmatic, y algunos llegaron a anticipar “saqueos” y “muertos” (5) en caso de que el macrismo perdiera los comicios, a partir de la idea de que “la derecha no entrega el poder”. Negarle el carácter democrático al adversario es un recurso clásico del odio.

El odio, entonces, circula en ambos sentidos. Pero Feierstein, en amable respuesta a una consulta para este editorial, apunta: el odio es de doble vía, pero el fascismo está hoy limitado a la derecha. En su definición amplia, el fascismo no remite solo a la experiencia histórica de entreguerras sino que debe  entenderse como la utilización política del odio como arma contra un grupo, en general vulnerable, al que se responsabiliza por todos los males que padece la sociedad: en nuestro caso, los que cobran planes sociales, los que viven del Estado, los vagos. Parte por lo general de una impotencia –un resultado electoral no deseado, una situación socioeconómica frustrante– y la vuelca hacia otro débil. No es difícil encontrar trazos fuertes de este discurso en las marchas anti-cuarentena, los mensajes de algunos medios opositores e incluso la nota publicada por Macri en La Nación (6), donde sostiene que lo que está en juego no es el rumbo ideológico o el destino económico de Argentina sino directamente la vigencia de la democracia y la Constitución.

Pero además el peronismo hizo su trabajo. Luego de tres derrotas electorales sucesivas (2013, 2015, 2017), Cristina Kirchner tomó la decisión estratégica de dar un paso atrás, construir una alianza electoral amplia y entronizar al frente de esta nueva coalición a un dirigente moderado y conciliador. Alberto es calentón pero no agresivo, y cuando se pasa de rosca retrocede y pide disculpas; el jefe de Gabinete y el resto de los ministros comparten este registro templado, y la retórica agresiva que caracterizó los años finales del cristinismo ha sido desterrada de los discursos oficiales (con la excepción de Sergio Berni, sobre cuya presencia en el gabinete bonaerense faltan explicaciones).

No puede decirse lo mismo de la oposición. El tono predominante en Juntos por el Cambio se parece más al de la conferencia de prensa posterior a las PASO, cuando un Macri fuera de sí responsabilizó al peronismo –y sus votantes– por la disparada del dólar, que al estilo mesurado de sus comienzos. En este contexto, los sectores moderados de la oposición, liderados por Rodríguez Larreta pero donde también se anotan dirigentes como Martín Lousteau y buena parte del radicalismo, corren el riesgo de desdibujarse frente a los más extremos, que siempre gritan más fuerte. Todos están en el mismo barco del anti-peronismo, pero no son lo mismo, como durante el kirchnerismo no eran lo mismo Moreno o Daniel Filmus, por citar un nombre. Equipararlos no parece la mejor estrategia, y en este sentido llama la atención la forma en la que el Gobierno Nacional comunicó el cambio en el cálculo del porcentaje de coparticipación que recibe la Ciudad, una decisión absolutamente correcta desde el punto de vista fiscal pero cuya puesta en escena no le dejó más remedio a Larreta, el moderado, que reaccionar con fuerza. 

Volvamos al comienzo antes de concluir. La polarización política y los mensajes de odio constituyen tendencias comunes a otras sociedades, casi una fuerza gravitatoria en nuestros días. La explicación radica en la crisis económica, el cierre de las expectativas de movilidad ascendente y el desencanto democrático, en combinación con un espacio público conformado por una multiplicidad de mundos culturales separados entre sí: el hábitat del hombre que piensa que todos piensan como él. Como sostiene Pablo Touzon (7), la novedad argentina es que durante una década tuvimos dos presidentes, Cristina y Macri, que utilizaban la polarización como palanca política, y que en cambio hoy los principales dirigentes –Alberto, Rodríguez Larreta e incluso, a su modo, Axel Kicillof– no buscan ensanchar la grieta, sino corregirla. De su capacidad para trascender a los núcleos más rabiosos de sus respectivas coaliciones y seguir hablando entre ellos depende en buena medida la convivencia en la incierta Argentina pos-pandemia.

1. Taurus, 2017.

2. Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2020.

3. “Los usos del odio”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, septiembre de 2020, www.eldiplo.org/255-el-odio-como-arma-politica/los-usos-del-odio/

4. “Sobre ‘Los usos del odio’, de José Natanson”, www.eldiplo.org/notas-web/sobre-los-usos-del-odio-de-jose-natanson/

5. www.infobae.com/politica/2019/08/05/la-advertencia-del-intelectual-mempo-giardinelli-no-es-exagerado-pensar-que-fraguen-enfrentamientos-con-muertos-y-que-saqueen-supermercados/

6. www.lanacion.com.ar/politica/para-defender-el-presente-y-ganar-el-futuro-nid2448530

7. “Los hijos de la tormenta”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, septiembre de 2020.