Desde que el presidente Alberto Fernández y su ministro de Economía, Martín Guzmán, anunciaron que se había alcanzado un acuerdo con el FMI pasaron ya tres semanas. Y, más allá de algunas filtraciones periodísticas con lo que sería el supuesto «memorándum», el tiempo transcurrido y la ausencia total de precisiones oficiales están en línea con lo que ese mismo día dejó entrever el Fondo a través de un comunicado, no había acuerdo sino un principio de entendimiento al que le restaba aún la aprobación técnica del staff del organismo. Es probable que aquellos anuncios hayan sido más la consecuencia de la urgencia que producía el vencimiento de uno de los pagos comprometidos con el FMI, que la de haber cerrado los aspectos técnicos más controversiales, donde las diferencias a ambos lados de la mesa eran más sustanciales.
Que el foco del debate político esté puesto en el acuerdo con el FMI y sus alcances y contenidos es un avance, pero la Argentina necesita resolver sus problemas independientemente de lo que piensen los técnicos del organismo o de sus exigencias. Un eventual acuerdo, con los lineamientos que surgen de las filtraciones periodísticas y de los garabatos que dio a conocer el Gobierno está muy lejos de ser sinónimo de un programa que se perciba como un antes y un después que pueda cambiar de cabo a rabo las expectativas.
En efecto, resulta muy improbable que asistamos a un proceso de desinflación, que allane el camino para volver a crecer de manera ostensible y sustentable, de no mediar un cambio copernicano de la política fiscal y monetaria. La mayoría de los argentinos conoce cómo funciona la macro (el modelo) y actúa en consecuencia: mientras el gasto público sea la variable nominal que más crece; mientras «austeridad» sea una mala palabra para el Presidente y su Ministro; mientras el BCRA sea visto como el prestamista de última (única) instancia del Tesoro, y lo que no se puede financiar de déficit fiscal con el mercado se cubra con emisión monetaria; mientras se mantengan los subsidios al consumo de servicios públicos y se atrasen aún más sus precios relativos; y mientras, el tipo de cambio oficial se deprecie a una tasa inferior a la inflación, las expectativas seguirán apuntando a una inflación del orden del 3.5/4.0% mensual, a la espera de que en algún momento se sinceren los atrasos y se corrijan los desequilibrios. Ya sea porque «las cosas pasan» o porque «no queda otra». Como he sostenido en numerosas oportunidades, las crisis en la Argentina han sido el mecanismo de corrección de los desequilibrios económicos que la política no quiso o no supo o no pudo resolver.
Jorge Luis Borges sostenía, en «El jardín de senderos que se bifurcan», que el tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. La Argentina o, tal vez más certeramente, los argentinos parecemos elegir siempre el futuro que más se parece al pasado. Y así, el presente y el futuro repiten incansablemente, y casi sin matices, nuestro pasado. No es la primera vez que me siento y me abraza esta sensación de estar escribiendo una y otra vez sobre lo mismo. Pero no me queda otra más que aceptar que mientras el empecinamiento prescriptivo siga dominando la política económica, los resultados y los problemas seguirán siendo los mismos. El gobierno de Alberto Fernández parece concentrado exclusivamente en comprar tiempo (no es por cierto el primero en hacerlo) con el objetivo de llegar a las elecciones de 2023 sin que los desequilibrios exploten en sus manos. El ministro de economía diría que aspira a llegar a ese entonces con la economía «tranquila», pero el eje de su accionar y de sus propuestas no es otro que seguir haciendo lo mismo, la continuidad de las políticas y, por ende, la continuidad de los desequilibrios que son la raíz de la inflación, de las tensiones cambiarias y de la falta de crecimiento.
Un aspecto clave para abonar esa tranquilidad es la posibilidad de acumular u$s 15.000 millones de reservas durante los próximos tres años (2022-2024) de vigencia del acuerdo con el FMI. Pero tal objetivo resulta improbable por diversos motivos. En primer lugar, la meta se refiere a las reservas netas de pasivos (swaps, encajes por depósitos en dólares y otros pasivos relacionados con reservas) pero incluiría los DEG extra que el Gobierno recibiría del FMI. Por lo que el poder de fuego en el mercado cambiario no se modificará sustancialmente. Además, la proyección oficial prevé que se pueda concretar esa acumulación de reservas aún cuando la balanza comercial y, en consecuencia, la cuenta corriente del balance de pagos mostrará una importante contracción respecto de lo acontecido en 2021. Pero esta contracción tendría lugar incluso con tasas de crecimiento inferiores a las estimadas por el Gobierno, ya que no se relaciona con un incremento de las importaciones como consecuencia de un mayor nivel de actividad económica sino como resultado del incremento de las importaciones de gas licuado cuyo precio internacional se triplicó. Por cierto, cabe preguntarse cómo se podrían alcanzar las tasas de crecimiento a las que aspira el Gobierno, de mantenerse la indisponibilidad de divisas actual, cuando ya son muchas las empresas que no pueden importar y corren peligro de tener que suspender sus actividades.
La Argentina necesita mucho más que un programita para revertir las dinámicas de crisis y lograr una estabilidad macro duradera. Sin correcciones importantes de precios relativos (incluyendo el tipo de cambio) en el arranque del programa, sin políticas fiscales y monetarias mucho más austeras de lo esbozado hasta el momento y sin reformas, comprar tiempo resulta cada vez más gravoso y riesgoso.
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