Una obsesión de las potencias occidentales es el avance hacia el Este y la conquista del «Espacio Euroasiático». Especialmente desde el inicio de su supremacía mundial a fines del siglo XVIII, luego de tres siglos de ascenso a través del colonialismo y del poder militar de los beligerantes estados modernos europeos. La acumulación sin fin de capital necesita y se retroalimenta de la acumulación sin fin de poder político-militar, esta es la naturaleza del imperialismo capitalista moderno que inventó Occidente.
Primero, fue la Francia de Napoleón Bonaparte. A principios del siglo XIX, a partir de desatar sus fuerzas sociales con la revolución burguesa de fines del siglo XVIII, intentó una invasión a Rusia que le significó la pérdida de más del 80% de su fuerza inicial. Después del triunfo de Rusia sobre la Francia imperial napoleónica, que los rusos denominaron «Guerra Patriótica», el imperio inglés buscó contener, a través de una estrategia envolvente y dominantemente indirecta, al imperio ruso como prioridad geoestratégica —lo que dio lugar al llamado «Gran Juego»— y asegurar así la hegemonía británica (secundada por Francia). La Guerra de Crimea (1853-56) o la formación de Afganistán como «estado tapón» entre la expansión rusa hacia el Sur, en busca de una salida al Océano Índico, y las posesiones coloniales inglesas en el territorio actual de India y Pakistán, fueron expresiones importantes de este conflicto secular.
Más tarde, en el siglo XX, durante la transición del sistema mundial de 1914-1945 y el «Caos Sistémico», sería Alemania, convertida en potencia, la que buscó en la expansión continental —ante su falta de colonias en relación a los imperialismos competidores— un nuevo estatus en la jerarquía del poder mundial y la conquista de la hegemonía. Sin embargo, el triunfo soviético en la Segunda Guerra Mundial, que los rusos denominan la «Gran Guerra Patriótica», echó por tierra la geoestrategia germana que, entre otras cosas, incluía convertir a Ucrania en su granero.
Luego de la derrota de la Unión Soviética en la Guerra Fría y su disolución a partir de 1991, avanzar hacia el Este también sería una premisa geoestratégica fundamental de las fuerzas globalistas en Estados Unidos y el Reino Unido, en pleno momento unipolar y belle époque neoliberal. Esto fue acompañado, con cierta precaución, por los grupos dominantes de Francia y Alemania, que tampoco planteaban insubordinarse a su condición de protectorado militar estadounidense. Sería en 1997 cuando esta premisa comenzó a ponerse en marcha más decididamente.
El eterno obstáculo de esta tendencia histórica de los últimos 200 años es Rusia. La zarista, la soviética y, ahora, la eurasianista liderada por Vladimir Putin; que siempre aparece en el lugar del «eterno mal» en la simbología geopolítica occidental o, en las versiones más edulcoradas, como una suerte de «oso salvaje» al que la civilización europea debe domesticar.
Moscú, por su parte, se piensa en términos geopolíticos como una gran fortaleza asediada, vulnerable por todos los flancos salvo el Ártico (hasta ahora, por el cambio climático). Por ello, para gran parte del pensamiento estratégico ruso la clave es dominar los territorios periféricos y extender lo más posible dicho dominio, para amortiguar las distintas amenazas proveniente de sus flancos y, en particular, de Occidente. Así también se justificó históricamente su propio expansionismo imperial.
El Inicio
Cuando comenzó a ponerse en marcha la nueva marcha hacia el Este, en un famoso artículo publicado en el New York Times en 1997, George Kennan formuló una crítica central que se convertiría en profecía:
Expandir la OTAN sería el error más fatídico de la política estadounidense en toda la era posterior a la Guerra Fría. Se puede esperar que tal decisión estimule las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas en la opinión rusa; tener un efecto adverso en el desarrollo de la democracia rusa; restaurar la atmósfera de la Guerra Fría en las relaciones Este-Oeste e impulsar la política exterior rusa en direcciones que decididamente no son de nuestro agrado.
Kennan fue uno de los referentes diplomáticos e intelectuales de Estados Unidos en la Guerra Fría y quien protagonizó la política de contención contra la URSS. Para él, Estados Unidos como potencia marítima debía rodear la «Isla continente» de Eurasia y articular a las principales estructuras económicas del mundo aislando a la gran potencia terrestre. Distinto era avanzar hacia el corazón continental y tocar las puertas de Moscú luego de su caída. Era una provocación innecesaria y contraproducente.
Pero esa posición quedó en clara minoría. Fueron las ideas de Zbigniew Brzezinski —publicadas, entre otros lugares, en su famoso libro El tablero de ajedrez mundial en 1997— las que condensaron en buena medida el pensamiento dominante en el establishment globalista estadounidense de los años noventa y su pretensión de avanzar hacia un imperio global. La transnacionalización del poder económico -liderada por las redes financieras con centro en Wall Street y Londres y sus empresas globales- requería la extensión de un poder político-militar global.
En relación al espacio euroasiático, para Brzezinski, Ucrania constituye un pivote geopolítico y su propia independencia transforma a Rusia: sin Ucrania, Rusia no es una potencia euroasiática ni un polo de poder con proyección mundial, apenas se trata de una potencia regional asiática. Por lo tanto, resulta clave quitar a Ucrania de la esfera de influencia rusa y ubicarla en la esfera de influencia occidental, para evitar una reconstrucción del espacio medio de Eurasia que haga resurgir un polo de poder alternativo: «La extensión de la órbita euroatlántica vuelve imperativa la inclusión de los nuevos Estados independientes exsoviéticos y en particular de Ucrania», escribiría en otro libro, publicado en 2004 (The Choice: Global Domination or Global Leadership, Basic Books). La intelectualidad globalista en plena unipolaridad incluso iba más allá de Ucrania, al igual que buena parte de los hacedores de la política exterior, y proyectaba una fractura de Rusia en tres, con la parte occidental integrada a la UE. Jaque mate al «Espacio Medio».
En 1997 se estableció que una vez más, como en los últimos 200 años, Occidente marcharía sobre el Este. El primer gran hecho bélico de este proceso fue la guerra de la OTAN contra Yugoslavia en 1999, en apoyo a los rebeldes separatistas de Kosovo en nombre del principio de autodeterminación de los pueblos, que la propia OTAN no le reconoce a Donetsk, Lugansk y Crimea en función del principio de integridad territorial. Principio, este último, que no respetó en Yugoslavia o no respeta actualmente en las Islas Malvinas bajo ocupación británica; es decir, las reglas parecieran no valer realmente sino que aparecen como recursos argumentativos que varían según la necesidad. La guerra en la exYugoslavia, cuyo centro era Serbia, cercana a Moscú, incluyó un masivo bombardeo de Belgrado por parte de la OTAN, como el que hoy realiza Rusia sobre Kiev y otras ciudades (aunque ahora a un nivel mayor). Sin embargo, este hecho bélico de central importancia para Europa no está presente en el relato occidental, que se remite a la Segunda Guerra Mundial para referirse a la última guerra en la península euroasiática.
En 1999, con una Rusia devastada por la crisis del año anterior, y cuando empezaba a despuntar la figura de Vladímir Putin frente al desencanto neoliberal y atlantista, comienzan a incorporarse países a la OTAN, rompiendo el pacto no formalizado entre James Baker, Secretario de Estado de la administración de G. Bush, y Mijail Gorvachov, de no avanzar más allá de la Alemania reunificada. Desde entonces, y con la guerra que cambió definitivamente las relaciones de fuerzas a favor de la OTAN (ya convertida claramente en una alianza expansionista), ingresaron 14 países a la alianza encabezada por Washington: República Checa, Hungría y Polonia en 1999; los países bálticos Lituania, Estonia y Letonia, más Bulgaria, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia en 2005; Croacia y Albania en 2009; y finalmente Montenegro en 2017.
Como se observa, la OTAN avanzó no sólo en países que pertenecían a la esfera del Pacto de Varsovia, sino también países que formaban parte de la Unión Soviética y que se encuentran en la frontera de la Federación Rusa, lo cual es considerado como una amenaza de seguridad existencial por Moscú. Especialmente cuando dichas incorporaciones incluyen armamentos con capacidad de transportar cargas nucleares que apuntan a su capital y cubren ese trayecto en pocos minutos. Las líneas rojas se habían quebrado.
No es casual que, en respuesta, en 1997 se inicie un importante acercamiento entre Rusia y China, quienes van a afirmar que es necesario avanzar hacia un orden multipolar frente a la unipolaridad y el unilateralismo de los Estados Unidos. Este acercamiento marcará un quiebre en la dinámica de conflicto entre ambas potencias desde los años sesenta, que Washington supo aprovechar para aislar a Moscú y derrotar a la URSS en la Guerra Fría. Tampoco pareció casual el bombardeo estadounidense de la embajada China en Belgrado durante la mencionada Guerra en la exYugoslavia, donde Beijing se oponía al accionar de la OTAN. Tiempo más tarde, en el año bisagra de 2001, estas potencias reemergentes de Eurasia conformarían la Organización para la Cooperación de Shanghai junto a los países de Asia central, los primeros pasos de la actual «asociación sin límites» entre China y Rusia que cambió el tablero geopolítico mundial.
La búsqueda por incorporar Ucrania a la OTAN
Las ideas y planes para incorporar a Ucrania a la OTAN como parte de un rediseño estratégico más amplio que se expusieron en 1997, establecía que ese proceso debía darse entre 2005 y 2010. Y así fue. La «Revolución naranja» prooccidental de 2004, desarrollada en Kiev y en el oeste del país, allanó el camino para la victoria de la coalición liberal-nacionalista, expresada en la figura de Víktor Yúshenko, sobre Víktor Yanúcovich del partido de las regiones rusófilas y rusófonas del sureste. Como observa Jean-Marie Chauvier para Le Monde Diplomatique de enero de 2005, el gobierno de George W. Bush (aunque bajo un giro neoconservador más focalizado en Oriente Medio) invirtió 65 millones de dólares en favor de Víctor Yúshenko. Mientras que la fundación del magnate globalista George Soros prestó su marco a la ex secretaria de Estado estadounidense, Madeleine Albright, que convocó a 280 ONG ucranianas para garantizar el giro atlantista.
En abril de 2008, con Kiev bajo un gobierno prooccidental y meses antes de que la caída del Lehman Brothers desate la gran crisis financiera global, Bush presentó la propuesta de incorporar a Ucrania y Georgia a la OTAN, en una cumbre de la alianza en Bucarest. Frente a ello, el presidente ruso Vladimir Putin respondió lo que ya era harto conocido: «Consideramos la llegada de un bloque militar a nuestras fronteras, cuyas obligaciones de membresía incluyen el Artículo 5, como una amenaza directa a la seguridad de nuestro país».
Pocos meses después, en agosto de 2008 se desató la guerra en Georgia, donde las fuerzas armadas rusas y las proclamas repúblicas prorrusas de Osetia del Sur y de Abjasia, se enfrentaron a las fuerzas prooccidentales que dominaban dicho país caucásico. La guerra se disparó cuando el presidente de Georgia, Mijeíl Saakashvili, envalentonado por el apoyo de la OTAN, ordenó a sus fuerzas armadas retomar el control del enclave rebelde de Osetia, independiente de facto desde 1992. Sin embargo, la intervención rusa, a pesar de la debilidad mostrada entonces por sus fuerzas amadas, echó por tierra el plan de Estados Unidos y de las fuerzas georgianas prooccidentales de incorporarse a la OTAN.
Moscú comenzaba a mostrar capacidad y decisión para defender sus líneas rojas. En el mundo poscrisis de 2008, Rusia aparecía como una potencia emergente euroasiática que se había recuperado de la debacle de los años noventa y buscaba recobrar su influencia en los territorios que habían sido parte de la URSS, a través de distintas iniciativas económicas y políticas apoyadas por su poderío militar como gran potencia nuclear y segundo vendedor de armas del mundo, luego de Estados Unidos.
Así como la crisis de 2008 marca un momento de quiebre para el avance de la globalización financiera neoliberal y un síntoma de la crisis de la hegemonía estadounidense, el lanzamiento de los BRIC en 2009 (conformado por Brasil, Rusia, India y China, a quienes luego se le uniría Sudáfrica) señalaría un importante paso hacia un orden multipolar y un avance de las tendencias que demandan una distribución del poder y de la riqueza mundial.
Pero el establishment globalista estadounidense (y británico) no iba a dejar de presionar para lograr sus objetivos estratégicos en el rediseño de Eurasia. Una nueva avanzada se inició en 2013, con el golpe de estado apoyado por masivas protestas prooccidentales contra el debilitado gobierno ucraniano de Yanukóvich (representante del Partido de las Regiones y aliado de Rusia). El golpe se produjo tras su rechazo al acuerdo de asociación con la Unión Europea y el compromiso con Rusia, sellado con un paquete de 15 000 millones de dólares. En las protestas pudo verse en persona a Victoria Nuland, entonces Secretaria para Asuntos Europeos y Euroasiáticos del Departamento de Estado de EE. UU (donde actualmente se desempeña como Subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos). Nuland cobró cierta fama cuando en pleno conflicto se filtró un audio en donde debatía con el entonces embajador de los Estados Unidos en Ucrania sobre cómo garantizar el éxito de las protestas y a quién colocarían como sucesor de Yanukóvich. En dicha conversación afirmó en relación a la posición de Europa: «Fuck the European Union».
Frente a ello, la Federación de Rusia y las fuerzas filorusas de Ucrania respondieron recobrando el poder formal a través de un referéndum de la estratégica península de Crimea, donde se encuentra la base naval rusa de Sebastopol y la mayoría de sus habitantes son rusos. Por otro lado, la insurgencia prorrusa de Donetsk y Lugansk, apoyadas por Moscú, se declararon como repúblicas populares independientes, aunque Rusia no las reconoció oficialmente hasta este año. A partir de allí se desató un cruenta guerra civil, donde por el lado de las fuerzas ucranianas comenzaron a cobrar protagonismo los grupos neonazis, como el «regimiento de Azov», incorporado formalmente a la Guardia Nacional y a las estructuras militares; aunque no por ello puede afirmarse que todo el gobierno de Kiev es neonazi.
Estados Unidos y aliados pasaron, a partir de ese momento, a la guerra económica contra Rusia a partir de sanciones, un elemento clave de esta guerra mundial híbrida y fragmentada. Las sanciones golpearon duramente a la economía rusa, cuyo PIB nominal cayó alrededor de un 40% en dólares nominales entre 2014 y 2016, aunque no lograron derribar al gobierno de Vladimir Putin, ni hacer retroceder a Rusia, que incluso pudo recuperar paulatinamente su economía. Ello evidenció, junto con la capacidad militar de Rusia mostrada en Siria, el nuevo mapa del poder en Eurasia y el mundo, la dependencia Europea de los hidrocarburos y materias primas rusas y el colchón estratégico que le da China a Moscú, acelerando la interdependencia económica.
Es clave entender que no se trata solamente de un conflicto local o sólo entre dos estados. En el trabajo publicado en la revista Geopolítica(s) en 2016, titulado «Tensiones mundiales, multipolaridad relativa y bloques de poder en una nueva fase de la crisis del orden mundial», observo que a partir de aquellos sucesos en Ucrania se dispara, en realidad, un conflicto global y estructural, con Eurasia como tablero principal. En ese tablero, ya en Siria la intervención de Rusia en defensa del gobierno de Bashar Al-Assad, junto a Irán y Hezbolá, frustró los planes de cambio de régimen apoyados por las potencias que conducen la OTAN. A pesar de sus superioridad militar, desde la guerra en la exYugoslavia que Estados Unidos y sus aliados no pueden imponerse, ganar sus guerras y avanzar, aunque el saldo sea catastrófico: sólo en las guerras de Irak y Afganistán hubo 900 000 muertos y Libia, que ostentaba el mayor índice de Desarrollo Humano de África, se convirtió en una carnicería y un desastre humanitario.
Todo un símbolo de este declive relativo del polo de poder estadounidense-británico y aliados fue la retirada de la OTAN en Afganistán, en el corazón de Eurasia donde China junto a Rusia y poderes emergentes avanza en al construcción de otro mapa geoeconómico y geopolítico. Por ello es que Ucrania se vuelve una pieza clave.
Biden y el foco sobre Ucrania
Con la asunción de Joseph Biden se esperó un recrudecimiento del conflicto en este territorio pivote de Eurasia. No sólo por la llegada de Blinken y Nuland al Departamento de Estado, sino porque el propio Biden fue un protagonista central de la geoestrategia globalista-neorrealista de avanzar sobre el control de las periferias euroasiáticas hasta las fronteras de China y Rusia, e incluso amenazar su integridad territorial azuzando todos sus conflictos internos.
En agosto de 2021 se produce una reunión clave de la OTAN en Kiev, a la que asisten representantes de 46 países (16 aliados extra-OTAN), en la cual se firma la «Plataforma de Crimea», exigiéndole a Rusia la «devolución» de dicha península estratégica e históricamente disputada. En esa reunión quedó completamente claro que no se iban a admitir ningunas de las demandas de Moscú y de las autoproclamadas fuerzas prorrusas, como la neutralidad de Ucrania, el reconocimiento de la soberanía rusa sobre Crimea o la mayor autonomía para las provincias independentistas del Donbás, según lo estipulado en los acuerdos de Minsk; acuerdos que Estados Unidos nunca aceptó en la práctica, a pesar de los esfuerzos de Francia y Alemania por sostenerlos junto a Rusia y un sector minoritario de la parte prooccidental de Ucrania.
En paralelo, pese a las presiones de Washington y del Reino Unido, en septiembre de 2021 se termina la construcción del gasoducto NordStream 2 que une a Rusia con Alemania por el Báltico, sin pasar por ningún estado tapón. A partir de allí, el gasoducto debía entrar en etapa de certificación para comenzar a operar, lo que iba a aumentar la interdependencia entre Rusia y Alemania, con inevitables consecuencias geopolíticas que chocan con otro imperativo geoestratégico central del establishment globalista anglosajón: mantener divididos a Berlín y Moscú.
Un mes después The Washington Post publica que, según informes de inteligencia, Rusia iba a invadir Ucrania. Bajo dicho argumento se refuerza la presencia militar e inteligencia de Estados Unidos y el Reino Unidos en el terreno y aumenta la provisión de entrenamiento y armamento a las fuerzas armadas ucranianas, las cuales intensificaron sus acciones sobre los rebeldes del Donbás; foco de guerra civil en donde se contabilizaban 14 000 muertos hasta enero de 2022.
Por lo que se observa ahora, a partir de la dinámica de la guerra y del movimiento de tropas cerca del Donbás, y con el apoyo externo mencionado, las fuerzas armadas ucranianas se preparaban para una embestida masiva con el objetivo de terminar con los planes de las repúblicas insurgentes apoyadas por Moscú. Ahora, dichas fuerzas se encuentran atrapadas y rodeadas por las fuerzas rusas en el este ucraniano, mientras Zelensky clama a la OTAN por un apoyo que no llega. «Nos dejaron solos», afirmó.
En comienzos del mes de febrero se conocieron documentos que buscaban evitar la guerra. Estados Unidos revisaría la instalación de misiles si Moscú daba un paso atrás en Ucrania. Pero se negaba a la petición de Rusia de establecer un compromiso formal de la neutralidad de Ucrania. Si bien Francia y Alemania podían acordar, su subordinación estratégica pareció impedir que se opongan a Washington.
El 19 de febrero y frente a las maniobras de Moscú en las fronteras, Zelenski afirmó que a falta de las «garantías de seguridad» para Ucrania, Kiev se podría retirar del Memorándum de Budapest de 1994, y reconsiderar su renuncia a poseer armas nucleares. A los dos días, el 21 de febrero, Rusia le respondió reconociendo la independencia de Donetsk y Lugansk. El 24 de febrero inició la incursión bélica masiva sobre el territorio ucraniano para «defender» estar regiones prorrusas, y «desmilitarizar» y «desnazificar» dicho país.
Hoy la humanidad ve estupefacta cómo, nuevamente en estos poco más de 200 años, hay una guerra en el corazón de Europa. En realidad, esta guerra comenzó en 2014, abriendo una nueva fase de la crisis del orden mundial, y ahora pasó a un nuevo nivel y formato. El secular y obsesivo avance hacia Este de Estados Unidos y la OTAN es parte necesaria y fundamental que explica el conflicto, aunque no la única.
El propio Henry Kissinger, uno de los cerebros imperiales estadounidenses, protagonista en la estrategia para enfrentar la crisis de hegemonía de los años setenta, advertía el 24 de febrero de 2014 que Ucrania es un país fracturado:
Occidente es mayoritariamente católico; Oriente (el este) es en gran parte ortodoxo ruso. El occidente habla ucraniano; el oriente habla principalmente ruso. Cualquier intento de un ala de Ucrania de dominar a la otra, como ha sido el patrón y la tendencia histórica, conduciría eventualmente a una guerra civil o una ruptura. Tratar a Ucrania como parte de una confrontación Este-Oeste hundiría durante décadas cualquier posibilidad de llevar a Rusia y Occidente, es decir a Rusia y Europa, a un sistema internacional cooperativo.
Frente a ello, Kissinger observaba que «Una política sabia de EEUU hacia Ucrania buscaría una manera de que las dos partes internas del país cooperen entre sí. Debemos buscar la reconciliación, no la dominación de una facción.» Con ese propósito recomendaba que Ucrania no debería unirse a la OTAN, aunque podría unirse la Unión Europea; Kiev debería reforzar la autonomía e independencia política en Crimea y respetar la total autonomía e independencia de sus elecciones internas; y eliminar cualquier duda o ambigüedad sobre el «estatus» oficial de la flota rusa en el Mar Negro en Sebastopol. Las propuestas tenían como fin «evitar un enfrentamiento violento». Propuestas muy en línea con los acuerdos de Minsk que Estados Unidos nunca quiso reconocer realmente.
El establishment globalista no escuchó al antiguo hombre de estado. Por el contrario, en sus principales medios -The Washington Post, CNN, Financial Times, etc.— en 2014 se comenzó a hacer referencia a una nueva guerra fría y se instó a no ceder en sus aspiraciones sobre Ucrania. La crisis de acumulación pos2008, y el rediseño del capitalismo transnacionalizado, imponía como salida, según estas perspectivas, la subordinación de los poderes emergentes y una lucha por poner las reglas de juego del siglo XXI, como definió la administración Obama.
Analizar el comportamiento de Washington y la OTAN no «justifica» la guerra, ni tiene por objetivo legitimar el accionar de Rusia. El objetivo es tratar de entender el conflicto y romper la trampa propagandística de ver buenos y malos —en lugar de intereses geopolíticos, económicos y estrategias en lucha— que tiene como fin alinearnos en uno de los parte en pugna. El desafío de los pueblos del Sur y de Nuestra América es construir nuestras propias miradas y fortalecer nuestras voces.
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*Académico e investigador argentino del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) , profesor de la Universidad de La Plata(UNLP) y co-coordinador del Grupo de Trabajo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) «China y el mapa del poder mundial».
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