Ángel Pascual Ramos (23), Tomás Domínguez (21), Lautaro Pasotti (24), Ignacio Retondo (22), Alexis Cuzzoni (20) y Franco Lykan (24) están hoy detenidos y acusados de abusar sexualmente de una chica de 20 años el pasado lunes 28 de febrero. Todo indica que ejercieron múltiples violaciones sobre la víctima en plena luz del día, dentro de un auto, en uno de los barrios más transitados de la ciudad más rica de nuestro país.
A 6 días de un nuevo paro feminista internacional, el doloroso y alarmante hecho reflota algunos debates y reflexiones esenciales para la transformación transversal nuestra sociedad.
Que la situación se diera en la calle, en el barrio porteño de Palermo, un lunes feriado por la tarde, evidencia con toda contundencia algo que tendemos a olvidar: hoy en día, es posible para un hombre violar a una mujer en casi cualquier lugar, en casi cualquier momento. Si 6 hombres se dispusieron a hacerlo en un contexto de sorprenderte exposición como el descripto ¿Qué detendría a cualquier hombre, en cualquier situación de poder, en cualquier habitación, en cualquier rincón de cualquier pueblo, en cualquier calle más o menos iluminada de cualquier barrio dormido de cualquier ciudad de nuestro país? El escenario del caso reciente no estaba compuesto por los elementos que solemos considerar «de riesgo». Resulta evidente que no hay prevención personal suficiente para un ataque así.
Prácticamente no existen situaciones impenetrables para la violencia sexual machista. No importa qué tengamos puesto, con quién nos vayamos a encontrar, qué hora sea, ni cuánta gente haya alrededor: nos pueden violar -y matar- igual.
A esta altura del debate que los feminismos y movimientos LGTBIQ+ han instalado en la sociedad, está claro que no basta con que las mujeres y demás identidades vulneradas reflexionen, deconstruyan y empoderen sus prácticas. Hacen falta transformaciones radicales por parte de las masculinidades y las instituciones reguladoras de poder.
Nuestros movimientos nos han empujado hace ya un tiempo a hacer la tarea de revisar las formas de construir, ejercer y perpetuar las estructuras de poder, de comprender las formas en la que esas estructuras determinan nuestras acciones, de preguntarnos cómo modificarlas. Son las masculinidades las que deben, urgentemente, sumergirse en esa incómoda y vulnerable tarea. Y deben hacerlo, por más doloroso y complejo que resulte. Es necesario que se comprendan a sí mismas como objetos del patriarcado, como construcciones de un sistema que les otorga un alto nivel de impunidad para accionar. Es necesario que vean de qué formas el patriarcado las perjudica y las empuja hacia un “deber ser” violento. Detrás de un abuso sexual en grupo se esconde una complicidad machista que existe mucho antes de efectuado el abuso. Esa complicidad es la que permite que un grupo de jóvenes como cualquier otro cometa un delito como tal. No se trata de una extrañeza o un síntoma de enfermedad: es el producto de una violencia constitutiva y una complicidad diaria.
Al mismo tiempo, el Estado debe avanzar de inmediato en el fortalecimiento de las herramientas institucionales existentes y la generación de nuevas herramientas para combatir y erradicar la violencia de género. La concientización, asistencia y contención actuales son insuficientes. Evidencia irrefutable de ello son las 5703 violaciones y 323 femicidios que registra el Observatorio Lucía Pérez en Argentina durante el 2021 (sin contar los travesticidios, para los cuales escasean cifras debido a la invisibilización sistemática que el colectivo travesti-trans-no-binarie sufre por parte de las estructuras de poder). El Estado tiene que contribuir a la desarticulación de la violencia constitutiva de los modelos de masculinidad hegemónica, que perpetúa en ellos una cultura de la violación. Para eso es necesaria la efectiva implementación de la Ley de Educación Sexual Integral y la Ley de Capacitación Obligatoria en Género (Ley Micaela). También es deber estatal generar y difundir mecanismos de prevención, concientizar a los sectores vulnerados sobre su derecho a denunciar, poner a disposición herramientas que garanticen la seguridad de las víctimas una vez realizada la denuncia, y garantizar la rápida y efectiva acción de la justicia. Nada de esto es posible sin un presupuesto coherente con la necesidad impostergable que el movimiento feminista viene denunciando hace años, ni una reforma judicial con perspectiva de género.
En Argentina se comete un femicidio cada 32 horas. Rara vez los agentes de la ley llegan a tiempo para salvar esas vidas, y muchas veces ejercen activamente la violencia. El movimiento feminista no dejará de movilizarse ante cada episodio, pero tiene muy en claro que cada episodio no es más que la manifestación de una estructura poder subyacente que, para ser transformada, requiere que todos los agentes de las sociedad pongan en el lugar que corresponde la batalla contra la violencia de género: el lugar de una urgencia. Lo que sucedió el lunes en Palermo no es un caso único ni excepcional. Es horroroso, sí. Pero es uno entre los tantos casos de violencia de género que, mientras los sujetos y las instituciones no asuman el desafío de transformar los esquemas que hacen de la masculinidad una licencia para violentar y matar, seguirán ocurriendo. Allí y en todos los rincones del país
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