Una comunidad que quiera fortalecer la equidad y la igualdad de oportunidades debería gravar los ingresos del patrimonio, la renta derivada de ceder a otro el uso de un bien. También los ingresos financieros, el patrimonio inactivo, las ganancias de las empresas productivas o comerciales, a partir de ciertos mínimos y los ingresos personales de población económicamente activa, a partir de ciertos mínimos.
¿Para qué se recaudan impuestos? “Para financiar al Estado”, dice el pensamiento conservador. Pero, detrás de eso, el mensaje es el siguiente: con la nuestra se atienden algunos gastos comunitarios imprescindibles y muchos otros objetables, decididos por la actividad política, que siempre deberán estar bajo la mira y si es posible eliminarse.
“Por razones distributivas”, dice una línea más moderna. El capitalismo tiene una inercia concentradora y los impuestos sirven para asignar fondos a actividades que se quieren promover y para encontrar algo de equidad en el tejido social. El Estado primero gasta y luego recauda, eligiendo a quienes grava, según esa mirada.
“Parte lo primero y parte lo segundo”, diría un analista menos alineado con una de las fracciones.
En tiempos en que el juicio conservador es hegemónico aquí y en buena parte del mundo, analicemos un rato la segunda función mencionada.
¿A quién debería cobrarse impuestos por razones distributivas? Este es el nudo ideológico de la cuestión. Una comunidad que quiera fortalecer la equidad y la igualdad de oportunidades debería gravar:
- Los ingresos del patrimonio, la renta derivada de ceder a otro el uso de un bien
- Los ingresos financieros
- El patrimonio inactivo
- Las ganancias de las empresas productivas o comerciales, a partir de ciertos mínimos
- Los ingresos personales de población económicamente activa, a partir de ciertos mínimos
En definitiva: los ingresos que puedan implicar apropiación de valor generado por otros o el bloqueo a otras personas para que puedan agregar valor a recursos finitos o escasos.
¿Sucede eso en la Argentina?
De ninguna manera. Estos conceptos no son valores socialmente instalados. Más bien, la recaudación de impuestos se rige hace ya muchas décadas -tal vez desde los orígenes de nuestra condición nacional- por decisiones coyunturales que priorizan la facilidad con que se recaude, en lugar de apelar a las reflexiones anotadas más arriba. Aquí es rotundo aquello que lo urgente tapa lo importante.
Esa es la razón por la cual se caza en el gallinero.
La renta financiera es escasamente gravada, supuestamente para evitar que quienes no tienen vocación de producir la sustituyan por la vocación de especular.
Un jubilado paga impuesto a los ingresos según la misma escala que un trabajador activo, a pesar que no tiene ningún control sobre cómo evolucionan sus ingresos.
Un campo inactivo o un departamento vacío pagan el mismo impuesto patrimonial que si estuvieran destinados a un uso productivo o de vivienda social.
El IVA, impuesto al valor agregado en cada eslabón de una cadena, se aplica también a servicios como el transporte, sin otra explicación que la facilidad de recaudación.
La misma justificación tienen los múltiples ingresos brutos u otras formas de impuestos a las ventas, que terminan generando un enorme circuito en negro, donde emitir una factura es de zonzos. Y dentro de esa maraña, allí están las retenciones agropecuarias. Desde hace 500 años recaudar derechos en los puertos fue seguro y rápido. Pero una cosa era cobrar por cuero crudo o salado o por bolsa de lana sucia y otra es, en la actualidad, cobrar a un exportador que produce una pequeña fracción de lo que embarca; el resto lo compra a integrantes de una cadena compleja, donde se usan insumos como semillas o agroquímicos, se cultivan campos propios o arrendados, se transporta a grandes distancias, se contratan las labranzas, etc., etc.
Las retenciones agropecuarias, en teoría, las paga el exportador. No obstante, es evidente, que se diseminan a lo largo de toda la cadena, con un peso que tiene más que ver con el poder de negociación de cada actor, más que con una lógica transparente.
Cuando se rastrea su versión moderna, se retrocede hasta 1967, en que Adalbert Krieger Vasena como Ministro de Economía devaluó en invierno, período de ventas de la cosecha gruesa y para evitar un traslado automático al sector, definió establecer retenciones.
En los casi 70 años transcurridos, este impuesto a las ventas (no es a los ingresos netos o a las ganancias) tomó diversos tamaños y se convirtió en fuente de ingresos públicos de gran nivel. Hasta recibió una pseudo-fundamentación teórica, explicando que se extrae plusvalía natural del sector agropecuario para financiar el sector industrial, idea que a esta altura no tiene asidero alguno.
Un impuesto a las ventas es inevitablemente inequitativo por las siguientes razones:
- No tiene en cuenta el peso diferente de los gastos fijos en una explotación, que es mayor en las explotaciones más pequeñas
- No tiene en cuenta la importancia del flete a puerto en los costos, castigando así a quienes producen tierra adentro
- No diferencia entre producción en campo propio o campo arrendado; entre uso de contratista o equipo propio
- Al ser aplicado sobre el valor de exportación, abre al exportador varios caminos para evadirlo, sin que eso beneficie obviamente ni al ente recaudador ni a los restantes eslabones de la cadena. La triangulación en las ventas externas; la subfacturación y las ventas intra corporación son solo algunas de las maneras más evidentes.
- Establece una grosera segregación entre actores. Los que tienen mayores necesidades de caja venden al siguiente eslabón apenas cosechan; los grandes acopiadores exportadores acumulan volúmenes cada vez mayores, convirtiéndose en factor de presión sobre la paridad cambiaria a lo largo de todo el ciclo subsiguiente.
Sin ninguna duda todas esas asimetrías se eliminan cuando se considera a una explotación agropecuaria como una empresa más, que debería pagar impuesto a las ganancias como lo hace cualquier otro emprendimiento de cualquier rubro, eliminando este impuesto a las ventas llamado “retención a la exportación”.
¿Qué singularidad tiene este tipo de producción y qué consecuencias impositivas tiene?
Esencialmente, que a diferencia de cualquier actividad industrial, comercial o de servicios, se monta sobre un bien como la tierra, el cual se dispone en cantidades finitas y por lo tanto, su propiedad es un derecho y a la vez debe ser considerada una obligación, porque mantenerla ociosa o mal usarla redunda directa e indirectamente en un perjuicio para el resto de la sociedad.
En ese contexto, deberían pagar impuestos:
- Quienes tengan sus predios productivos ociosos
- Quienes den en arriendo la tierra, como rentistas pasivos
- Quienes produzcan en tierra propia o arrendada, en función de la ganancia imponible generada
- Todos los demás eslabones de la cadena de valor, con el mismo criterio.
Por supuesto, debería contarse con nuevos y rigurosos esquemas de control del cumplimiento de las leyes, que colateralmente verifiquen la aplicación de las leyes laborales, ya que la estimación del trabajo rural no registrado lo ubica segundo como colectivo laboral, luego del trabajo doméstico.
También debería penarse con fuerza el fraude en la facturación de exportación y hasta con cuidadosa sutileza, prever sobretasas impositivas al monocultivo, que ha sido responsable de pérdida de fertilidad de mucha superficie en el país.
O a la recíproca, premiar con beneficios especiales a la recuperación de tierras productivas, a las buenas prácticas, a las inversiones que aumentan la productividad sin deteriorar el sustrato. Se trata, en definitiva, de integrar la producción agropecuaria al universo de tributación con criterios que dejen atrás el concepto de que el campo es la gallina de los huevos de oro y que identifiquen aquellos actores merecedores de premios o de castigos, hecho que debemos algún día naturalizar en este querido país.
Fuente yahoraque.com
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