Puedo hablar de los 17 de octubre que nos tocó vivir a la generación de los ’70, bajo dictaduras antiperonistas. El primer 17 nos llegaba con la épica del comienzo de una gesta, el levantamiento obrero para rescatar a Perón de la cárcel. Pero los 17 que nos tocaron a nosotros representaban la protesta contra las dictaduras y la esperanza por un retorno revolucionario a aquel camino que había comenzado ese día de 1945.
Actos relámpagos, muchos en Plaza Once, con la caballería de la Guardia de Infantería. Ahora que lo pienso, resulta raro porque a pesar de que se llamaban de infantería, había muchos a caballo, contra los cuales se había desarrollado un arma potente: las bolitas de vidrio que usaban los chicos para jugar en las veredas de tierra. Llevábamos un montón de bolitas en los bolsillos y las tirábamos al paso de los caballos. Los pobres animales resbalaban y se encabritaban, nubes de gases, el “¡Viva Perón, carajo!”, que repercutía entre el despelote. O “¡fusiles y machetes, por otro 17!”, la policía, antecesora de las actuales tortugas ninjas, revoleando cachiporras, disparando cápsulas de gas, corridas por la plaza en todas direcciones.
Los policías de la Guardia de Infantería llevaban unos cascos de hierro como los alemanes de la Segunda Guerra, con un sobretodo cuadrado abotonado y botas, parecían tropas nazis, de las películas que pasaban en los cines de barrio. Cruzar la plaza corriendo como si te corriera el Diablo, cuando en realidad, lo que te corría era un policía a caballo que blandía un garrote y gritaba “¡entregate, hijo de puta!”.
Había que correr a la velocidad del rayo, como si estuvieras en las Olimpíadas y al mismo tiempo saltar los cercos de ligustro que obstaculizaban a los caballos. Si llegabas a la esquina de Rivadavia y La Rioja, podías descansar, recuperar un poco de aire, pero un poco, nada más, había que salir rápido de la zona porque corrías el riesgo de caer preso por los autos policiales que circulaban en los alrededores de la Plaza.
Otros escapaban para el lado de la Perla, en la esquina de Jujuy y Rivadavia. Entraban corriendo, sin aliento, y cerraban las puertas para que no entren los gases. En las mesas del inmenso bar donde nació La Balsa, con Tanguito y Lito Nebbia, había numerosos estudiantes. Estaba abierto las 24 horas y muchos íbamos a estudiar. Los manifestantes se metían al baño o se sentaban para disimular con los estudiantes, que se solidarizaban con ellos y hacían como si no pasara nada. Pero entraba la policía y metía a todo el mundo en cana, estudiantes, manifestantes y rockeros. Los tipos no diferenciaban. Ser estudiante o rockero era lo mismo que manifestante. Un signo de la época.
Todo terminaba con varios heridos y contusos y numerosos presos. En las citas de control se hacía una lista de los que no llegaban y se la pasaban a los abogados que salían a recorrer comisarías para tratar de ubicarlos. Si te agarraban con bolitas, hondas (que también se usaban con las bolitas) o volantes que se arrojaban al comenzar el acto, además del calabozo te podías ligar una flor de pateadura. Algunos iban saliendo después de hacer el pianito (dejar las huellas digitales) y otros quedaban varios días adentro.
Con la CGT de los Argentinos se hacía una semana de lucha, del 8 al 17. Mezclábamos el cumpleaños de Perón con la movilización del 17 de octubre. El nacimiento del líder y el nacimiento del movimiento. Pero también metíamos al Che Guevara en el paquete. Y todos los días de esa semana había que hacer algo, desde actos relámpago, volanteadas en las calles del centro, en Florida o Corrientes o en las estaciones del subte. Ibas caminando con una pila de volantes chicos en la mano y de repente, con un golpe seco del brazo los lanzabas al aire y te perdías en la confusión que se generaba. También se colocaban volanteras con bombas de estruendo, se hacían campañas de pintadas o se colgaban carteles de los puentes. En general eran pequeños actos que confluían en el acto grande del 17.
Estos actos se venían haciendo desde antes. No recuerdo si después del ’55 hubo algún año sin acto del 17. Si lo hubo, fue la excepción. Y como había dictaduras, dictablandas o gobiernos tutelados por el Partido Militar, no eran actos tan masivos porque había que organizarlos en la clandestinidad, sin permiso de las autoridades. Los actos estaban prohibidos. La única forma de hacerlos era de esa manera. Iban sólo los militantes aunque a veces venían con invitados, un vecino o un compañero de trabajo o de estudios, que al rato se convertía en militante.
Ahora dirán que era cosa de pibes alocaditos porque, aunque participaban también adultos, la mayoría éramos jóvenes, estudiantes y trabajadores. Se equivocan con esa. Los chicos se estaban haciendo cargo de lo que era responsabilidad de los adultos. Fue una generación a la que le cayó ese fardo sobre la espalda. Estaba bien hacer esos actos. Era lo que había que hacer: luchar por los ideales cuando había un sistema injusto y autoritario que los prohibía a garrotazos. Si se ve en perspectiva, la escalada de la violencia era inevitable con las dictaduras y el Partido Militar.
Muchos de los que se rasgaban las vestiduras en nombre de la república fueron responsables de la violencia al justificar esas dictaduras supuestamente para “resguardar la democracia”, porque no aceptaban las grandes transformaciones que habían comenzado en aquel primer 17 de octubre de 1945.
Recomendados
Los «comentadores», el ejército troll que financian los ceos libertarios
Los infinitos complots que perturban el sueño presidencial
Tregua por necesidad: Cristina, Kicillof y Massa definen una estrategia electoral común en PBA