En el marco de un Seminario relativo al tema El Mundo Después de la Pandemia fui invitado a exponer algunas ideas sobre Los Estallidos Sociales. Así, en bruto, como salido del encofrado, sin afeites, ni pulidos ni revestimientos.
Parecióme que dos elementos debían ser tocados, para no cotorrear sin sentido en plan parlamentarios chilensis, que en la materia son grito y plata. Primero, ¿de qué son el síntoma los estallidos sociales?, es decir una reflexión que abordase su genealogía, su etiología, con el fin de establecer lo que la ciencia médica llama diagnosis. Luego, la cuestión de saber ¿de qué son anunciadores los estallidos sociales?, para ofrecer una prognosis, lo que en Chiloé conocen como saber Pa’onde va la lancha. Todo eso en 15 a 20 minutos cronometrados, historia de no aburrir a los inscritos en el Seminario, nuestro respetable público.
Desde la noche de los tiempos las sociedades humanas se han debatido entre dominantes y dominados. No todos los tiranos tuvieron el buen juicio de Ciro con Lidia, –según cuenta Étienne de la Boétie en su Discurso de la Servidumbre Voluntaria–, quien renunció al uso de la fuerza y puso en obra el recurso del método:
El ardid de los tiranos que consiste en embrutecer a sus vasallos nunca fue tan evidente como en la conducta de Ciro hacia los Lidios después de que se apoderase de su capital y tomase cautivo a Creso, su riquísimo rey. (…) no queriendo saquear una ciudad tan bella ni verse obligado a mantener allí un ejército para dominarla, se le ocurrió un método admirable para asegurarse de su posesión. Implantó burdeles, tabernas y juegos públicos, y luego publicó un mandato que obligaba a los ciudadanos a asistir a ellos. Los resultados fueron tan satisfactorios que nunca más tuvo que sacar la espada contra los Lidios. Esos miserables se dedicaron a inventar toda suerte de juegos de modo tal que, de su gentilicio los Latinos formaron la palabra con la cual designaron lo que llamamos pasatiempos, y que ellos llamaron Ludi por deformación de Lidia.
Las más de las veces los dominantes impusieron su poder a sangre y fuego, algunas mediante la trampa, el truco y la pillería, y ocasionalmente apoyándose en la indigente buena fe de la ingenuidad que nos caracteriza.
De ahí en adelante, nuestro calvario –el de los pringaos– se asemeja un puñado al garrote vil, máquina utilizada para aplicar la pena capital en la muy piadosa España desde 1820 hasta la abolición de la pena de muerte en 1978. Al lado del garrote vil la guillotina es un poema a la ternura. Cada vuelta de tuerca va oprimiendo más y más tu tráquea, impidiéndote respirar, y nada obliga al verdugo a una misericordiosa premura que abreviaría tus sufrimientos: el suplicio dura lo que dura, hasta que la última vuelta de tuerca te rompe el cuello, la tráquea y el frágil edificio de tus vértebras cervicales en un crujido sórdido y cruel.
Confrontados a una existencia saturada de incertidumbre, los pringaos tardaron lo suyo en comprender que los ruegos y las plegarias son inútiles en la vida terrenal, destinadas como están a comprar el ticket de acceso a la Vida Eterna. Hamlet lo tenía claro:
¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta, si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de los que no tenemos seguro conocimiento?
Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos.
Como queda en evidencia en el drama de Shakespeare, la duda y la indecisión no constituían el carácter de Hamlet, que llegado el momento opta por la acción que él mismo preconiza en su soliloquio. ¿Porqué bajar la cerviz si…. Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal?
Dicho de otro modo, la cuestión central reside en la forma que adopta la lucha por los derechos de cada cual, amén de sus intereses vitales. Visto así, la cuestión de saber de qué sirve el voto y cual es su capacidad para promover y consagrar los derechos ciudadanos no es baladí.
Un rápido examen de la Historia y de la realidad actual en el ámbito planetario muestra que el voto suele servir de simple sello de la voluntad de minorías privilegiadas. Bernard Manin, director de Estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, y profesor de Ciencia Política en la Universidad de New York, en su libro Principios del Gobierno Representativo (1995), sostiene que de los demócratas atenienses a Montesquieu, de Aristóteles a Rousseau, nadie imaginaba hacer de las elecciones el instrumento democrático por excelencia.
En nuestra incomparable modernidad no hace falta buscar pruebas ni argumentos para darse cuenta que Manin lleva razón: el mercado, sustituto de las decisiones políticas, logró imponerse como decision maker por encima de gobiernos, parlamentos y magistrados electos por la voluntad que se suponía popular. La soberanía ya no reposa en el pueblo, sino en los mercados, insustituibles a la hora de asignar recursos, definir salarios y otros precios, calificar inversiones, acordar créditos, manifestar preferencias, temores y confianzas.
La intuición de lo que precede hizo que el derecho de resistencia a la opresión le fuese reconocido a los pueblos frente a gobernantes ilegítimos, autorizando la desobediencia civil y el uso de la fuerza con el fin de derrocarlos y reemplazarlos por gobiernos que sean la manifestación de la voluntad general. Uno de los más bellos ejemplos es la Declaración de Independencia de los EEUU de América (1776).
El artículo 35º de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución Francesa (1793) también es de una claridad que encandila:
Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes.
Entonces… ¿el voto? ¿De qué sirve? Tocqueville, que nunca tuvo una reputación de subversivo, escribió eso de: “la revolución, esa última defensa de los pueblos…”
El mismo Tocqueville escribió en De la Democracia en América:
“En los pueblos democráticos, la clase poseedora de esas pequeñas fortunas es precisamente la que le da potencia a las ideas y validez a la moral. Hace predominar sus opiniones en todo al mismo tiempo que sus voluntades, e incluso aquellos que son los más inclinados a resistir a sus órdenes terminan por dejarse arrastrar por sus ejemplos.”
Así, su dominación llega a ser total: ideológica, política, cultural, económica, financiera, jurídica, militar, ideológica… Oficialismo y oposición comen del mismo plato. El poder dominante estableció y consagró El Silencio de los Corderos. Buena parte, sino toda la superestructura política terminó aceptando las reglas del juego y comprometiéndose a no cuestionarlas, a respetarlas y hacerlas respetar. El cambio, si algún cambio debe advenir, debe ser el producto de la acción política en los límites establecidos por las leyes y las reglas vigentes que están allí –justamente– para hacerlo imposible.
Entonces… ¿el voto? ¿De qué sirve? Cuando no coincide con la voluntad de la minoría privilegiada se le declara “no vinculante”.
Su inutilidad a la hora de imponer la voluntad general hizo de la cuestión de las llamadas formas de lucha un tema esencial. A los bolcheviques de los primeros tiempos se les puede criticar –a posteriori– todo lo que se quiera, pero no el vicio de la manipulación, la engañifa y la mentira: el objetivo estaba claramente definido, y los medios para terminar con el capitalismo prístinamente expuestos. La crítica del parlamentarismo, del economicismo, de las alianzas espurias y de la gradualidad en la acción política fue claramente difundida en su propaganda.
En cuanto a los objetivos, los bolcheviques no hicieron sino repetir, en otra época y en otras condiciones, el programa que resultó de los Cahiers des Doléances (Cuadernos de Quejas) que precedieron la convocatoria de los Estados Generales por parte de Louis XVI (1789).
Confrontado al desastre de una monarquía dispendiosa e incapaz de combatir la miseria y la injusticia, Turgot, barón de l’Aulne, Controlador General de Finanzas de Louis XVI, en una Memoria que data de 1775 le aconsejó al rey hacer exactamente lo que hacen hoy en Chile: darle largas al asunto organizando debates sin contenido ni sentido, para dar la impresión de que se tomaba en cuenta el estado de la opinión pública.
Así, escribanos fueron dispuestos hasta en las aldeas más pequeñas del territorio del Reino, para recoger por escrito en los Cuadernos de Quejas las reclamaciones de los tres órdenes: nobleza, clero y tercer estado, o sea una población de unos 25 millones de habitantes.
El ya mencionado Tocqueville, en su libro El Antiguo Régimen y la Revolución, escribe:
“Leo atentamente los cuadernos que llenaron los tres órdenes antes de reunirse en 1789 (…) Veo que aquí piden el cambio de una ley, allá la supresión de un “uso o costumbre”, y voy tomando nota. Continúo así hasta terminar ese inmenso trabajo y cuando reúno todos esos requerimientos particulares, me doy cuenta con una suerte de terror que lo que reclaman es la abolición simultánea y sistemática de todas las leyes y todos los “usos y costumbres” en vigor en el país”.
Dicho de otro modo, un maximalismo, un bolchevismo antes de la hora, voluntad manifestada por una abrumadora mayoría de la nación francesa sin que esa voluntad fuese “vinculante”. Así, la nación expuso masivamente el deseo de terminar con las atroces consecuencias provocadas por el régimen monárquico, pero la única autoridad detentora del poder absoluto era precisamente el rey.
Tocqueville declara ex post su horror ante el estado de la opinión pública. Defensor a ultranza del poder de los poseedores, Tocqueville definió lúcidamente “la gran ciencia del gobierno” que consiste mayormente en “aprender a comprender el movimiento general de la sociedad, a juzgar lo que ocurre en el espíritu de las masas, y a prever lo que resultará de ello.” Lenin no lo hubiese dicho mejor…
No obstante, ningún ministro de Finanzas –ni Anne Robert Jacques Turgot, barón de l’Aulne, ni Jean Étienne Bernard Clugny de Nuits, ni Louis Gabriel Taboureau des Réaux, ni Jacques Necker, ni la larga lista de eminencias que se sucedieron en el control de las platas– logró reducir la deuda nacional, y aun menos la miseria. No se trataba de un problema de gestión, sino de un sistema basado en la miseria de los más y el sometimiento de todos a la voluntad de un tirano. La Historia demostró, además, que no dominaban la gran ciencia del gobierno…
El resultado es conocido: los Estados Generales, es decir los diputados de los tres órdenes reunidos en Versalles, decidieron prestamente convertirse en Asamblea Constituyente, comunicándole a los enviados de Su Majestad que ellos eran la expresión de la Soberanía del Pueblo, poniéndole fin, de facto, a la monarquía. El contenido de los Cuadernos de Quejas sirvió de programa político, aplicado con renuencia al principio, radicalmente después, hasta imponer la voluntad del pueblo francés. Una de ellas permitió establecer el sufragio universal. Que duró hasta el triunfo de la contra Revolución, una de cuyas primeras medidas fue abolirlo. ¿De qué sirve el voto si no es para consagrar el poder de los poseedores? En las diferentes regiones de una Francia masivamente agraria y feudal, los campesinos aplicaron el programa sin esperar a los legisladores de la Asamblea Constituyente: eliminaron el feudalismo por sus propios medios.
Tocqueville tenía razón: lo que reclamaba la nación entera era “la abolición simultánea y sistemática de todas las leyes y todos los ‘usos y costumbres’ en vigor en el país”.
En el estado actual de mis reflexiones, a la cuestión de saber “de qué son el síntoma los estallidos sociales” me atrevería a afirmar que son el producto de la progresiva degradación de las condiciones de vida de grandes sectores de la población que no encuentran en las actuales formas de ejercicio de sus derechos ciudadanos ningún instrumento creíble, ni digno de confianza.
Los estallidos sociales anuncian la creciente desconfianza hacia el voto, acto inútil en tres de sus supuestas funciones:
a) forma de participación en las decisiones que afectan a todos y de ejercicio de los derechos ciudadanos,
b) herramienta de cambio y transformación,
c) arma de lucha por los derechos e intereses de cada cual.
Y por ende anuncian un regreso al pasado, o al futuro, según se mire. La acción política conoce una tendencia a la acción directa, que cortocircuita radicalmente la llamada democracia representativa y pone en entredicho las elecciones como principal forma de ejercicio de la voluntad general.
La ciudadanía experimenta lo que he llamado “El desgano de votar”, habida cuenta que las decisiones esenciales no se toman ni en el gobierno, ni en el Parlamento, sino en los centros de poder financiero y económico. Las cuestiones esenciales las resuelve el mercado y, hasta nuevo aviso, en el mercado no se vota.
Los estallidos sociales se van transformando pues en un modo directo y eficaz de significar la voluntad general. A quien se inquieta por el programa que guía esas acciones hay que precisarles que es maximalista, que es lo menos que se puede exigir: “la abolición simultánea y sistemática de todas las leyes y todos los ‘usos y costumbres’ en vigor en el país”.
Es eso, o el garrote vil. Solo nos queda escoger.
Gentileza de Other News
* Editor de POLITIKA. Ingeniero del Centre d’Etudes Supérieures Industrielles (CESI – París). Ha sido profesor invitado del Institut National des Télécommunications de Francia y Consultor del Banco Mundial. Su vida profesional, ligada a las nuevas tecnologías destinadas a los Transportes Públicos, le llevó a trabajar en más de 40 países de los cinco continentes. Ha publicado varios libros en los que aborda temas económicos, lingüísticos y políticos.
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