Por Ernesto Tenembaum
Solo –una vez más, solo–, sin su vicepresidenta, sin ningún ministro ni gobernador a su alrededor, el presidente Alberto Fernández anunció este miércoles la puesta en marcha de medidas muy traumáticas para tratar de frenar el avance impiadoso del coronavirus. Esas medidas, básicamente, afectan a dos elementos de la vida cotidiana: la noche y la educación. Fernández, que una semana atrás había dispuesto que nadie podría circular entre la medianoche y las seis de la mañana, ahora extendió la prohibición: empezaría a las ocho de la noche. De esta manera, se cerrarían, como en muchos otros lugares del mundo, los bares y restaurantes. Por otra parte, dispuso que cierren también las escuelas durante dos semanas.
El anuncio de Fernández es un intento -acaso un intento desesperado- por evitar una pesadilla angustiante que, de no hacer algo, se acerca cada día un poquito más. En el manejo de la pandemia, los gobiernos de la Argentina lograron que todos los enfermos pudieran ser atendidos en tiempo y forma. Gracias a eso no se reprodujeron aquí esas imágenes desesperantes, donde cientos de personas esperan en salas de guardia, o incluso en la calle, por un poco de oxígeno. Pero los números vienen advirtiendo, desde mediados de marzo, que esa posibilidad empieza a transformarse en una posibilidad real. Algo había que hacer.
Esa pesadilla, ese fantasma, convive con otro, el del repudio social. En el 2020, el gobierno nacional cerró las escuelas durante un año lectivo completo. Su incapacidad para encontrar matices a esa decisión transformó la posibilidad de clausurarlas de nuevo en un límite muy preciso y sensible. Millones de padres sufrieron el deterioro anímico de sus hijos durante el 2020, y sus retrasos pedagógicos y madurativos. No quieren que se repita. En ese contexto, para cualquier gobernante es durísimo ir en esa dirección: su decisión puede ser repudiada y la bronca crecerá a medida que avancen las semanas.
Las dos pesadillas -los médicos teniendo que elegir a quién dejan morir, y los chicos encerrados sin tener clase, el rechazo social por lo primero, o el rechazo social por lo segundo- han empezado a desequilibrar a las personas que deberían conducir la crisis del coronavirus. No es necesario repetir los insultos que se intercambiaron Alberto Fernández, Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta durante los últimos días. Cualquiera que los haya escuchado los recuerda. Por momentos, era como si, en medio de un incendio, los padres de una familia empezaran a discutir quién tenía la culpa, en lugar de poner toda su energía en salvar a sus hijos.
Es muy tentador adjudicar estas reacciones a la naturaleza intrínseca a los tres protagonistas de esta historia. Pero sería deshonesto no contemplar que la crisis del coronavirus tiene componentes para desequilibrar a cualquier ser humano. ¿Cómo debe decidir un gobernante ante semejante dilema? Para evitar el desborde de las terapias intensivas, tiene que cerrar las escuelas. Pero eso produce un daño enorme en millones de familias, que repudian esa decisión. Para colmo, la sociedad está cansada, empobrecida, angustiada, golpeada por falsas promesas muy recientes, sensibilizada por todo esto, y por la agitación permanente -en un sentido o en el contrario- que se transmite desde los canales de noticias. No hay demasiado espacio para tolerar nuevas frustraciones.
Es un laberinto sin salida a la vista. Toda decisión tiene costos altísimos. Pero son justamente ellos tres los que están obligados a encontrársela, especialmente el Presidente. Si en algún momento estuvo tan acompañado, y ahora se lo ve tan solo, deberá analizar seriamente en qué medida contribuyó a su propio aislamiento.
La incertidumbre, la perplejidad, la impotencia, la inminencia de una tragedia ha generado dos reacciones un tanto ingenuas en los líderes de la Argentina. Una de ellas consiste en echarse la culpa los unos a los otros. Es una reacción tan humana como contraproducente. Por un lado, es probable que la sociedad se canse de quien tiene el mal gusto de preocuparse, ante un desastre, de acusar a otras personas. Por el otro, es una conducta que rompe códigos, impide la articulación de estrategias comunes. A la larga, es peor para todos.
La otra reacción consiste en refugiarse en consignas y fundamentalismos que, por definición, son muy frágiles. Por ejemplo, aquellos que defienden a capa y espada el cierre masivo de las escuelas, ¿por qué permitieron la circulación en Semana Santa? Es un fundamentalismo demasiado flexible, que tropieza con sí mismo. Y, del otro lado, ¿de verdad que no hay aula más peligrosa que el aula vacía? ¿Siempre? ¿En todos los casos? Tal vez sea cuestión de sentarse y analizar matices, soluciones más moderadas. Pero eso solo se puede hacer cuando alguien no está desbordado, puede pensar y mantiene cierta confianza en su interlocutor. No es lo que se vio esta semana.
Los anuncios de Fernández fueron debilitados por fallas propias muy evidentes. Los dos ministros claves defendieron medidas exactamente en sentido contrario unas horas antes del discurso presidencial. No hubo ni siquiera una mención a los aportes económicos necesarios para los afectados por las medidas. El Presidente sostuvo su resistencia, a estas alturas inverosímil, a un ajuste serio de los gastos políticos mientras se le pide al resto de la sociedad que acepte un período de privaciones y ajustes. No lo acompañaron ni sus propios gobernadores.Axel Kicillof, Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta
Pero aún con todo esto, la dirección de los anuncios es congruente con las decisiones que han tomado todos los países democráticos cada vez que se ahogaron en el tsunami de casos. En estas condiciones, el destino de una sociedad no lo decidirá él. Fernández podrá tomar una decisión más o menos restrictiva, más o menos razonable. Es, claramente mejor hacer algo que dejar venir el desastre sin dar ninguna pelea. Pero lo que ocurra en los próximos meses dependerá de la conducta que la sociedad, millones de personas a la vez, tome frente a un fenómeno cuyos contornos gigantescos aparecen cada vez más nítidos en todos los números que se quieran ver.
A las dos pesadillas más terribles -las terapias desbordadas, los chicos encerrados- se le suma una tercera: un desborde inflacionario. El número de marzo y los estudios sobre el comportamiento de los precios en las dos primeras semanas de abril son muy expresivos sobre la virulencia y la profundidad del problema. El ministro de Economía, Martín Guzmán, ha protagonizado una pelea extenuante para evitar que el dólar se dispare y, con ello, los precios. Controló el dólar, pero los precios no. Por eso, era muy taxativo hasta hace diez días sobre la imposibilidad de asistir a los sectores sociales que serían afectados por una nueva cuarentena. Ahora, eso se ha hecho inevitable.
¿Adónde irá el dinero que, en principio, enviará el Gobierno hacia las cuentas de las familias más pobres? ¿Cómo evitar que eso vuelva a fogonear la inflación y la presión sobre el dólar? ¿Es congruente la estrategia del gobierno para moderarla o, una vez más, se enreda en debates teóricos, actúa por impulsos, dividido, desarticulado, en un mar de contradicciones?
En las próximas dos semanas se podrá ver si la sociedad acató las medidas y si eso contribuyó, al menos, a detener el número de contagios y de enfermos. Pero es razonable prepararse para un desafío que va a durar mucho más allá del 30 de abril. Así fue en todos los países donde se produjo la segunda ola: duró meses. Los números empeoraron mucho y durante largas semanas antes de empezar a mejorar. Tal vez sería necesario que la dirigencia política recobre el equilibrio y el temple que tanto se les reconoció durante el año pasado. Es muy humano haberlo perdido, pero sería suicida -y muy irrespetuoso- repetir pataletas como la de estos días.
Aunque parezca que no, falta una eternidad para las elecciones.
Pensar demasiado en ellas puede ser la mejor manera de perderlas.
Fuente INFOBAE
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