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No lo llames amor: llamalo Wagner

Por David Torres*
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Siempre nos han planteado el sueño americano como una exclusiva de los Estados Unidos, un lugar donde, según Hollywood, un tipo puede empezar su carrera profesional de lavaplatos y terminarla de millonario. En 1959, cuando el entonces vicepresidente Richard Nixon aseguraba a Nikita Kruschev que lo mejor de la democracia en los Estados Unidos era que cualquiera podía llegar a presidente, el ocurrente mandatario soviético dio un inesperado vuelco al mito al decirle que se fijara en él sin ir más lejos: no era más que el hijo de unos pobres campesinos rusos y ahí estaba, en la cima del Kremlin.

Sin embargo, la grandeza de la democracia estadounidense se reafirma cuando uno cae en la cuenta de que está repitiendo casi punto por punto el declive del imperio romano. La semana pasada Joe Biden juró lealtad a la India al confundirse de himno en una ceremonia, y unos días atrás concluyó un discurso en Connecticut diciendo: «Dios salve a la reina». Vete a saber cuál. Las sombras de Claudio, de Nerón, de Tiberio y de Calígula se asoman detrás del gesto enfurruñado de Donald Trump y de las involuntarias greguerías de George W. Bush Jr, un ex alcohólico inepto que llegó a presidente sólo porque su padre le había calentado el sillón ocho años antes. Todos empezaron en el escalafón de niños de papá y siguen en ello, incluso cuando chochean. En cambio, la franquicia del sueño americano en Moscú ha prosperado hasta el punto de que el presidente vitalicio, Vladimir Putin, trabajó de taxista una temporada, mientras uno de los grandes oligarcas rusos, actualmente en todas las portadas, Yevgueni Prigozhin, empezó vendiendo perritos calientes en un puesto callejero de San Petersburgo antes de dirigir el mayor ejército privado del país.

Hasta hace unos días, para esa prensa occidental rendida a los encantos de Zelenski, Prigozhin era uno de los grandes villanos de la guerra de Ucrania, pero contra todo pronóstico se convirtió en un héroe inesperado al rebelarse contra su jefe y plantear la posibilidad de un golpe de Estado, abandonando sus posiciones en Ucrania y amagando con una marcha sobre Moscú. A lo mejor no era muy buena idea bautizar con el nombre de Wagner a un grupo de mercenarios rusos, especialmente cuando se los acusa de crímenes de guerra y simpatías neonazis: por algo Wagner era el compositor favorito de Adolf Hitler. Ahora bien, conociendo la homofobia rampante de Putin, lo extraño sería que lo hubieran llamado grupo Chaikovski o grupo Nureyev.

Prigozhin ya había criticado en voz alta el desabastecimiento de municiones sufrido por sus tropas en el frente ucraniano e incluso ataques de misiles rusos, pero ciertos rumores pocos fiables aseguran que su rebelión podía estar financiada por la CIA o la OTAN. De ser así, el gatillazo ha sido monumental, porque Prigozhin ha decidido dar marcha atrás en menos de cuarenta y ocho horas, quizá recordando que nunca es buena idea invadir Rusia, aunque sea en verano y con la Cabalgata de las Valquirias de fondo. Que no estaban invadiendo Rusia, hombre, que estaban volviendo del puente. A todo esto, habrá que recordar que Richard Wagner siempre se consideró a sí mismo el músico del amor, pese a que su mayor éxito financiero fue montar un preestreno de Hollywood en Bayreuth: el sueño americano con boina, batas de seda y chucrut. Las últimas noticias aseguran que Prigozhin se ha refugiado en Bielorrusia, gracias a la mediación del presidente Lukashenko, y que posiblemente no descarta abrir otro puesto de perritos calientes en Minsk.

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*Escritor y periodista español. Columnista habitual del diario Público.es. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid, ganó su primer premio en 1999 (con Nanga Parbat) tras publicar diversos relatos y poemas en las revistas Cartographica, Poeta de Cabra y Ariadna, el título más traducido de Ediciones Desnivel, con versiones en francés, polaco e italiano. En Público.es