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¿Por qué no obedecemos?

¡Compartilo!

Por Pablo Semán y Ariel Wilkis para El Diplo

En las agendas públicas dominantes en el ámbito internacional una epidemia era inesperada, y la pandemia de Covid-19 que se desató a principios de 2020 resulta ahora inesperadamente larga. Pandemia y política se han imbricado de forma inescindible, porque el episodio sanitario ha pasado a ser una dimensión estructural de nuestro presente que desborda a líderes y sociedades de casi todo el mundo.

En un contexto en el que casi todas las respuestas se revelarían si no insuficientes, por lo menos controversiales, el gobierno argentino encaró una política de prevención temprana que fue masivamente apoyada, y que parecía propiciar tanto la oportunidad del retorno del Estado por los fueros de la salud pública, como la superación de la grieta en términos de la guerra contra el enemigo invisible. Sin embargo, la cuarentena, que estaba en el centro de la estrategia de prevención, se reveló insostenible en el tiempo, y la consecuencia ha sido que las políticas de prevención quedaron expuestas a las líneas de fractura que organizan el conflicto político de los últimos quince años entre las izquierdas posneoliberales y las derechas radicalizadas. La cuarentena quedó, como todo lo demás, atada a la grieta. El resultado es la deslegitimación, hasta límites insospechables, de las intervenciones estatales y del valor de la democracia.

Cuestiones previas

Antes de avanzar en propuestas para superar esta situación –de lo que nos ocuparemos en otra nota– es preciso elaborar el duelo de la cuarentena. El confinamiento fue concebido idealmente como una norma respetable y respetada, destinada al cumplimiento de todos los habitantes. Sin embargo, el “quedate en casa”, recibido inicialmente con una amplia aprobación, terminó demostrando que no se puede mantener en el tiempo. Cabe preguntarse: ¿a qué se debió que, pasado un tiempo, una parte importante de la población no hiciera caso a la norma? O tal vez la interrogación debería ser más osada: ¿Por qué habrían de obedecerla? Las posibles respuestas revelan menos la existencia de una población negacionista, que las dificultades de las condiciones de cumplimiento, que ahora conocemos mejor.

Para avanzar en este punto nos valdremos de algunos argumentos sociológicos que nos permitan discernir qué vectores operan en la formación del comportamiento de los ciudadanos y el uso que hacen de
la normativa estatal. Nos interesa, en particular, acercarnos a las razones
por las que las personas no siguen las disposiciones del Estado y, con ese fin, nos apoyaremos en dos premisas que nos permiten interpretar el material empírico recogido en observaciones, entrevistas y seguimientos
de la prensa y las redes sociales.

La primera: los comportamientos de los ciudadanos tienen en el Estado tan solo una de las fuentes de normativización, y no necesariamente la más determinante. Además del Estado, hay que considerar el peso de
otras creencias, uno de cuyos rasgos es la tendencia a desconocer o reinterpretar las normas sanitarias que formulan las autoridades.
La segunda premisa es que las personas no se comportan como “idiotas sanitarios” cuando toman riesgos o desafían de manera extrema las normas establecidas. Cuando incurren en estas transgresiones, hacen algo más que rechazar una regla: pueden utilizar esas y otras normas para incluirlas en un vasto repertorio formado por percepciones complejas y contradictorias que ellas mismas elaboran para plantearse sus fines y expresar adhesiones a un orden simbólico. Es una manera de construir “microcomunidad” o de comunicar sus posiciones políticas.

Por eso, es necesario reparar en lo que subyace a ciertos comportamientos “epidemiológicamente incorrectos”. Ignorar esta lógica puede aglutinar negativamente a conjuntos de personas que no tienen por qué estar necesariamente unidas, personas que se oponen a la cuarentena por motivos diferentes. El realismo sociológico es un muy buen principio de la acción política.


Aceptar a medias, transgredir a medias

La vida cotidiana, sus espacios materiales y los lazos primarios no son ajenos en la acción ni a las expectativas: la sensibilidad de los actores
sociales se forja desde ahí, se expresa desde esa configuración íntima que es la sede de una actividad moral que preside las acciones económicas, sociales y políticas. Hay todavía un sentimiento transversal a bandos políticos y estratos sociales que estuvo presente hasta agosto; tal vez hoy esté más debilitado, pero no agotado. Ocurre que estamos ante algo más grande que los gobiernos: la recuperación de niveles de vida previos a la pandemia es dura, de largo plazo, y necesariamente registrará altibajos. Se imponen ajustes en el consumo, en las expectativas, en los planes de vida; es decir que para distintos estratos sociales asoma como una realidad la circunstancia de perder ingresos.

Las personas ven aflorar la crisis en sus vidas y asumen que no les queda otra alternativa que gestionarla. Es desde esta sede moral que se
estructuran y plantean diversas lógicas, que combinan la aceptación de las políticas sanitarias y la necesidad o posibilidad de transgredirlas,
superarlas o cuestionarlas. Como parte de esa gestión se encuentra la
salida irremediable de la casa para resolver los apremios económicos.
La adhesión a un proyecto colectivo de sanidad tiene límites en el aguijón
de la necesidad. Y no solo nos referimos a necesidades “objetivas” que
demuestran ser apremiantes, que se acumulan y se potencian. También
entendemos que ese contexto nutre de valores y sentimientos la demanda de las personas por aperturas o las rupturas más o menos controladas del aislamiento basadas en el deber de sustentar a la familia. Y también pueden ser la base para un reclamo de “libertad” cuando esos sentimientos son desconocidos o minimizados por el Estado.

Aquí es necesario abrazar una complejidad: si bien se valoran las herramientas estatales que permiten amortiguar la caída económica,
también se rechazan como muestras de indolencia ciertas afirmaciones
del gobierno que parecen suponer que con ayudas como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y la Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP) está todo solucionado. Hay que reparar en el efecto trágico que para muchas personas, que hasta ahora contaban con una
situación de autosuficiencia y desdeñaban a quienes “viven de subsidios”, implica convertirse en beneficiarias del Estado.


Creencias y normativa estatal.

Las creencias no son afirmaciones que pretendan valer más allá de
cualquier circunstancia. Pero en algunos casos esas creencias tienen
más prestigio y valor simbólico que la información oficial. Al menos
cuatro tipos de creencias inciden en el modo de rechazar parcial o
totalmente la cuarentena y en la modulación de los cuidados en general.
La economía moral de la proximidad. Desde este punto de vista,
distanciarse físicamente significa poner entre uno y otro una distancia
moral, una enemistad, una duda, tal vez una acusación. Algo así como:
“¿Pero qué pensás, que estoy enfermo, pensás que te voy a contagiar?
¿Que fui imprudente pero no me lo decís?”. El distanciamiento social es
vivido como si fuese una desfraternización, una quiebra de una economía
moral de la proximidad que funciona de forma inversa a los imperativos
sanitarios.

La protección sobrenatural. Una segunda creencia es la vinculada a las
ideas relativas a circunstancias, seres, relaciones excepcionales que
hacen creer a alguien que tiene más o menos probabilidades de detener
el virus: cada uno puede tener un dios aparte o un dios propio, o su
versión de dios o su versión de la suerte o de las fuerzas sobrenaturales.
Esta idea acompaña a cada sujeto, y en algunos grupos opera como una
idea muy fuerte de que habría alguna excepcionalidad personal o grupal
que hace que uno no esté expuesto al contagio. La estadística por mano propia y la relativización de la información oficial. Se alimenta de la creencia en la aleatoriedad o supuesta aleatoriedad del contagio y la gravedad de la enfermedad. Todo el mundo conoce o dice conocer casos en los que la ruptura de los cuidados no fue sucedida por un contagio como el que anuncia la información oficial. En esas condiciones percibidas por los actores se legítima el cuentapropismo estadístico, para el que siempre hay un caso que avala la teoría de la aleatoriedad, que suele combinarse con las doctrinas de la excepcionalidad individual.

La lógica de la insubordinación. La última creencia que ayuda a explicar
las transgresiones a las normas sanitarias es la invocación a una resistencia legítima a la autoridad, en tanto supone un desconocimiento o una intención oculta o perjudicial. Desconocer la norma apelando a un
supuesto origen oscuro que la justifica. Hay toda una serie de informaciones sobre conspiraciones, complots, etc, que pueden parecer
ridículas y que, sin embargo, para muchísima gente tienen estatuto de
saber y de realidad. Es conocida la existencia de teorías que sostienen
que el coronavirus no es tan importante o que es una maniobra para
manipular a las personas. Así como se obedece al Estado por tradición,
porque el Estado sabe lo que hace y yo no, existe la posición inversa: yo
sé otra cosa, yo tengo una información especial que el Estado no conoce,
y entonces lo desobedezco.

La cuarentena realmente existente

Los indicadores de movilidad pueden dar una idea acerca de si la
sociedad sigue o no una norma. Pero en realidad se están siguiendo
diferentes normas de acuerdo con los contextos de significados que las
personas le atribuyen. Los usos de la información oficial en la formación de los comportamientos corresponden a ecuaciones que arman los actores
conjugando saberes, restricciones, habilitaciones que identifican en su
ambiente. Esos cálculos no desconocen, aunque tergiversen, la información epidemiológica. La hipótesis es que, a medida que la movilidad urbana, sea por razones laborales, de “esparcimiento” o “afectivas”, crece, se multiplican estas operaciones situacionales.

¿Qué ocurre entonces?
En primer lugar, se producen fraccionamientos de la cuarentena, usos parciales, intermitentes o discontinuos de la norma.
Segundo, los usos pueden ser a menudo contradictorios. Estas
contradicciones pueden ser individuales, como por ejemplo usar el
barbijo, pero no respetar la distancia social. Pero también pueden ser
colectivas: en una familia, los más jóvenes o los varones pueden tener
menos propensión a cumplir la cuarentena, mientras que los adultos o las
mujeres se muestran más respetuosos.
Tercero, los usos de la norma tienen significados múltiples. Su cumplimiento o incumplimiento no debe decodificarse automáticamente
en clave de grieta política oposición/gobierno, a riesgo de contribuir a
que se produzca ese efecto. El rechazo parcial o total a la norma puede
significar adhesiones a otras comunidades además de las políticas, como
las religiosas o las generacionales, sin que esa actitud dé lugar por sí sola
a una posición contraria al gobierno.

Una ciencia no estatal

Otro tema a considerar a la hora de entender el modo en el que las
personas cumplen o no las normas sanitarias es el de la ciencia. La
pandemia supuso la difusión constante de explicaciones, tasas estadísticas, números, índices y comparaciones internacionales, y llevó a una centralidad pública a la voz autorizada de los infectólogos. Pero luego la circulación y difusión de esta información supuso la apropiación social de este conocimiento. La política le habló a una sociedad que familiarizó conceptos epidemiológicos y los hizo suyos, y a menudo los recicló y les dio otra operatividad.

La epidemiología legitimó sus intervenciones de manera teórica basada
en la experimentación científica y en su superioridad sobre la experiencia
cotidiana, vaga y aleatoria, que es supuestamente la de la sociedad. Esto
produjo dos problemas complementarios: la sociedad se apropia de la
cuarentena desde la experiencia, que es sintónica de un comportamiento
del virus que hasta ahora viene desafiando a la ciencia. Como dijo Nicholas Taleb, el virus tiene un comportamiento que desafía el empirismo ingenuo de la ciencia con secuencias cambiantes. El hecho de que la ciencia sepa poco sobre el virus, haya cambiado su diagnóstico y recomendaciones (recordemos por ejemplo que el uso de barbijo estuvo discutido en un comienzo) se acopla con el sentido común y los saberes alternativos que lo alimentan.

El segundo problema es que la epidemiología es portadora de una
sociología espontánea que no se condice ni con los comportamientos
normales de la sociedad ni, mucho menos, con las exacerbaciones y
transformaciones que ha impuesto la pandemia. En este proceso, la
variable temporal es clave en una dirección bien precisa: el cómo pasa a
ser parte del porqué. ¿Qué significa esto? A medida que pasa el tiempo,
la experiencia de la cuarentena –cómo se la vive y significa– provee
elementos poderosos para explicar por qué se sigue o no esta norma. En
marzo la sociedad no tenía esta experiencia y por lo tanto tendía a seguir
las razones de la cuarentena (los porqué) que las autoridades políticas,
apoyadas en el conocimiento de los expertos, le proveía. Pero a medida
que el tiempo pasaba la sociedad iba teniendo sus experiencias de la
cuarentena y podía sumar o restar sus cómo vivía la cuarentena a los
porqué que la política ofertaba.

Las personas han incorporado activamente el conocimiento epidemiológico integrándolo a la vida cotidiana, lo que dio lugar a una epidemiología “popular” o “cotidiana” que es parte constitutiva del uso real de la norma. Pero las cosas son mucho más complejas aún: los usos de esta información se dan en un contexto de significaciones y prácticas que permiten utilizaciones inesperadas de la norma.
En la vida social, las experiencias de “primera mano” cuentan, y mucho.
estas experiencias, que tienen la eficacia de no ser experimentos –es
decir, no pueden ser descartadas– expresan cómo efectivamente se vive,
siente y piensa la cuarentena; por eso alimentan las razones de por qué
se la cumple o no.
Entre las dimensiones de esos cómo que la sociedad se provee para dar
cuenta por qué se sigue o no la norma de la cuarentena, se encuentra la gravitación del paso del tiempo, que se racionaliza en proporciones
variables como cansancio y/o aprendizaje. Las experiencias de la
sociedad no pueden ser desconocidas, rechazadas ni negadas. Deben
ser comprendidas.
En este contexto, las expectativas políticas y sanitarias deben ajustarse a
estos conocimientos, superando la inercia de las narrativas épicas, la
metáfora de la guerra y la ilusión de que todo el mundo podría
comportarse como un epidemiólogo todo el tiempo.