El presidente ruso afirma, durante un discurso a la nación, que Ucrania es un invento de los comunistas, convertido en ariete contra Rusia
El martes 22 de febrero, el presidente ruso, Vladimir Putin, introdujo un nuevo elemento de presión en su pulso con Occidente al anunciar su decisión de reconocer las dos repúblicas rebeldes del este de Ucrania, Lugansk y Donetsk, y establecer acuerdos militares que permiten la presencia de tropas rusas en ellas. A diferencia de la anexión de Crimea en 2014, este paso no es irreversible. Parece pensado como un elemento más de negociación y presión. ¿Negociar qué?
Se trata de todo lo que está contenido en los documentos que Moscú presentó el 17 de diciembre. Sus tres principales puntos son: renuncia a la ampliación de la OTAN a Ucrania, retirada de los sistemas de armas occidentales de su entorno geográfico y retirada de la OTAN a los límites anteriores a su ampliación al este. Estos puntos son, evidentemente, un marco negociable, pero Washington y la OTAN no los han atendido. Por eso Putin ha dado otra vuelta de tuerca. Habla de “genocidio” y recrea escenarios de opereta inspirados en lo que la OTAN escenificó en Kosovo mientras bombardeaba Belgrado.
Mucho más significativo que el reconocimiento de las repúblicas rebeldes son los términos en los que Putin envuelve su reclamación: un discurso nacional-imperial ruso, incompatible con la soberanía e independencia de Ucrania. Putin dice que Ucrania no existe como país, que es una construcción artificial del periodo comunista y que nunca ha tenido tradición estatal. Es lo mismo que dice Israel de Palestina para justificar su abuso colonial.
El régimen ruso, un neoliberalismo oligárquico, no tiene nada atractivo que ofrecer al pueblo ucraniano
Negar a un pueblo su derecho a la soberanía nacional con el argumento de que no la tuvo en el pasado es un despropósito. Ese disparate confirma que las garantías de seguridad a Occidente (esa “seguridad europea integrada”) que Moscú estuvo pidiendo “educadamente” en los últimos treinta años, ahora se piden de forma brutal.
Esta Rusia enfadada, militarizada y dura, hacia dentro y fuera, es el producto de muchos procesos. Los desastres del neoliberalismo en Rusia, la privatización en nombre de la “libertad de mercado”, la restauración violenta de su sistema autocrático aplaudida por Occidente en los noventa, y la expansión de la OTAN hacia sus fronteras tienen una relación directa con ello. Quienes en su día saludaron y propiciaron todo aquello y hoy se escandalizan, deberían reflexionar y corregir el tiro. ¿Cómo hacerlo sin perder la cara? Una negociación como la que pide Moscú es la única manera de enderezar la situación y proteger a Ucrania. Si no se hace, la brutalidad y el conflicto progresarán.
El mensaje de Putin a la población de Ucrania es desastroso. Putin denuncia la injusticia social de la caótica cleptocracia oligárquica ucraniana e incluso el maltrato y represión de la oposición que las fuerzas nacionalistas-occidentalistas del gobierno de Kiev practican. Pero ¿desde qué posición se denuncia todo eso? Las cosas no son mejores en Rusia, sino peores. La simple realidad es que el régimen y el sistema ruso, un neoliberalismo oligárquico que gobierna sobre el nacionalismo ruso no tiene nada atractivo que ofrecer al pueblo ucraniano, ni siquiera a los enormes sectores que no se reconocen en la ideología nacionalista de Kiev. Al revés, el discurso nacionalista ruso solo alimenta e incrementa el impulso nacionalista ucraniano antirruso, consolidándolo como ideología de Estado.
En la peor hipótesis, ese discurso ofrece vitaminas a la OTAN, organización en crisis que responde a intereses de Washington cada vez más contradictorios con los de la Unión Europea, en particular de su matriz germano-francesa. Como con su intervención en Siria, Rusia está asumiendo muchos riesgos porque entiende que la OTAN no va a ir a la guerra por Ucrania, pero la desproporción de fuerzas es enorme y cualquier incidente puede hacer que la situación escape a todo control.
Entre 2013 y 2020 cerca de 3.000 maniobras y patrullas militares han colocado a fuerzas rusas y de la OTAN en peligrosa proximidad. En unas maniobras realizadas en el mar Negro en 2020, un caza ruso se colocó a pocos metros de un bombardero americano B-52 con capacidad nuclear. Rodear militarmente a países como Rusia y China es la insensatez que Occidente practica desde hace años.
Los imperios descabalgados y venidos a menos son peligrosos. Ese es el gran contexto de la actual psicología del nacionalismo ruso
Los imperios descabalgados y venidos a menos son peligrosos. Ese es el gran contexto de la actual psicología del nacionalismo ruso instalado en el Kremlin, más heredero de la autocracia quebrada en 1917 que del fantasma de la URSS, como demuestra el discurso de Putin. Reducir el problema a Rusia, como hacen nuestros poco independientes “expertos” noratlánticos es un peligroso ejercicio de ignorancia histórica.
Antes de apearse de sus estatus coloniales y reconvertirlos en otras fórmulas imperiales de dominio más modernas, las potencias europeas cometieron crímenes enormes en el mundo. Francia guerreó en Argelia y dejó allá un millón de muertos. En Indochina ocasionó 350.000. Inglaterra saldó con un millón de muertos y 15 millones de desplazados la separación imperial de India y Pakistán. En Kenia la descolonización ocasionó 300.000 muertos y millón y medio de recluidos. Hasta la pequeña Holanda acaba de reconocer esta semana la factura de 100.000 muertos que causó en su guerra colonial de cuatro años en Indonesia.
Y ¿qué decir de Estados Unidos, gran patrón y principal responsable de la actual escalada militar en Europa y Asia? Su declive imperial lleva décadas arrastrando consigo una guerra eterna. Desde el 11 de septiembre de 2001 ha ocasionado la destrucción de sociedades enteras, 38 millones de desplazados y 900.000 muertos, según un cómputo más bien benigno. Rusia está pasando por estas patologías imperiales del declive y choca en ellas con sus competidores imperiales que le han acorralado en Europa. Estamos ante un choque entre imperios en un momento dominado por el traslado de potencia global hacia Asia. China reacciona con prudencia y buen sentido: “La OTAN debe adaptarse a las nuevas circunstancias, si continua ampliándose hacia el Este, ¿contribuirá eso a la paz y la estabilidad?”, ha dicho su ministro de Exteriores, Wang Yi, en la conferencia de seguridad (atlantista) de Múnich, en la que el presidente ucraniano ha pedido armas, firmeza y revisar su condición de país libre de armas nucleares…
Estamos en los primeros movimientos de una partida que será larga y dramática. Los pronósticos son vanos. Nos esperan más movimientos “fuertes” de Rusia y respuestas de sus adversarios reacios a negociar, pero la perspectiva general es mala. La humanidad asiste a esta criminal pérdida de energías y tiempo. Un tiempo del que no disponemos y que estamos malgastando como especie.
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*Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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