En 1975, España entregó el Sahara a cambio de nada, contraviniendo la legalidad internacional. Podía haberlo hecho de una manera digna, abandonando el territorio cumpliendo antes las exigencias de Naciones Unidas, que instaba a abrir un proceso de descolonización. Pero lo hizo de forma vergonzosa, cobarde e indigna, dejando a los saharauis abandonados a su suerte, bajo la presión de los civiles de la Marcha Verde primero y de los aviones Mirage cargados con bombas de fósforo que atacaban las caravanas de refugiados después. Abandonó una provincia a cambio de nada.
El territorio del Sahara Occidental era el primer productor de fosfatos del mundo. Sus costas son ricas en pesca y un excelente destino turístico. Pero, sobre todo, allí vivían decenas de miles de personas: familias con ancianos e hijos que tradicionalmente se habían dedicado a la pesca, la ganadería, el comercio, la conducción de caravanas y al servicio de los militares como asistentes, guías o traductores. De nada les valió que tuvieran el estatus de ciudadanos de una provincia española, con un documento nacional de identidad español y registros notariales españoles que los hacían propietarios de terrenos, tiendas o casas. Todos fueron abandonados.
El resto de la historia la conocemos bien. Quienes no pudieron o quisieron dejar sus casas o tierras cayeron bajo la ocupación del vecino del norte, sufriendo la represión y el miedo. Los que consiguieron y pudieron escapar de allí se asentaron en el desierto, soportando la sed y el hambre. Entre medias hubo una guerra, dos en realidad, en las que perdieron la vida miles de contendientes de uno y otro lado. Y el vencedor construyó un muro minado, de 2700 km de longitud, para separar el territorio ocupado de lo que se considera territorio liberado. En este tiempo, cientos de miles de personas han muerto sin ver reconocida una reclamación justa.
Aquel abandono, en 1975, se produjo sin el más mínimo respeto al derecho de los pueblos ni de los derechos humanos. Era coherente con las decisiones políticas de un régimen que tampoco reconocía derechos a los habitantes del propio país. La dictadura, más preocupada en sobrevivir y perpetuarse, no estaba para sutilezas: ni leyes ni diálogo ni estrategia. Aquella caterva de gobernantes, de inspiración militar y autócrata, solo tenía dos respuestas: atacar al débil y recular ante el posible enemigo.
Pero de aquel abandono han pasado casi cincuenta años y la llamada Transición nos trajo sucesivos gobiernos democráticos. Todos han sido conscientes de que la legalidad internacional, tozuda, ha señalado siempre a España como responsable de la descolonización de ese territorio. Incluso en 2014 lo refrendó la Audiencia Nacional española, que recordó la obligación jurídica y política de garantizar la libre determinación efectiva del pueblo saharaui. ¿Qué tenemos en 2022, entonces? Sucesivos gobiernos que infringen a sabiendas las directrices internacionales e incluso las leyes del propio país.
¿Podríamos imaginar qué le sucedería a una ciudadana, a un ciudadano, que incumpliera repetidamente las leyes? Sí, podemos. ¿Qué ocurre con los gobiernos que ignoran o vulneran las leyes? Nada. Absolutamente nada.
El año 2022, tras la pandemia y en mitad de una guerra, nos trae una decisión sorprendente: España se alinea con el país ocupante y da la espalda de nuevo a la legalidad internacional. Y por mucho que se nos diga que la posición de nuestro país no ha cambiado, se trata simplemente de una explicación de trileros. ¿No ha cambiado nada, en relación con una carta que tardó ¡once meses! en redactarse y consensuarse? Marruecos presume de su victoria, Argelia se indigna, todas las fuerzas políticas del espectro parlamentario se oponen, los ciudadanos salen a la calle, las redes sociales arden… ¿No ha cambiado nada, mientras el ministro de Asuntos Exteriores español y el Secretario de Estado de EEUU visitan el país vecino?
Los electores de este país tenemos el derecho a saber. Ya no somos súbditos de una dictadura, sino ciudadanas y ciudadanos de un país democrático. ¿Se nos ha amenazado con una ocupación manu militari de los territorios de Ceuta y Melilla? ¿Con una extensión efectiva de las aguas territoriales sobre Canarias? ¿Está en juego la venta por parte de Estados Unidos de aviones F-35 a Marruecos? ¿Hay alguna alianza desconocida relacionada con futuros suministros de gas? ¿Se preveían masivas oleadas de inmigrantes lanzados como balas humanas a través de las fronteras vecinas? ¿Estamos con esto apoyando indirectamente la creación de una zona geoestratégica militar en el norte de África, en un futuro vinculada a la OTAN, ahora que esta previsiblemente no se expandirá hacia el este de Europa? Los ciudadanos y las ciudadanas de este país somos adultos, exigimos saberlo, podemos entenderlo. Somos, se supone, un país democrático. ¿Por qué hemos conocido esta posición a través de los gobernantes de otro país, y no del nuestro? ¿Qué se nos oculta?
Este gobierno peca de ingenuo si piensa que con ello aplaca a un vecino que se siente históricamente molesto y que suele tapar con su agresiva política exterior sus problemas internos. ¿Cree con ello que cesarán las reivindicaciones sobre Melilla, Ceuta o Canarias? ¿Piensa de verdad que van a regularizarse así los flujos de migrantes? ¿Que no va a haber otras presiones sobre pesca e importación o exportación de bienes? ¿Cree que se van a asegurar el bienestar, la seguridad o la prosperidad de los saharauis, y sus derechos personales y políticos, cuando tampoco se respetan los derechos de los ciudadanos del propio país? ¡Qué ingenuidad y qué torpeza! ¿Cuánto durará la tregua de esta sincera amistad? ¿Cinco años? ¿Diez, a lo sumo…?
Entretanto, por estos secretos, frágiles e imprevistos acuerdos, un millón de almas saharauis han sido sacrificadas sin explicaciones. Seiscientos mil en los territorios ocupados. Doscientos mil en los campamentos de refugiados. Cientos de miles muertos en este tiempo esperando una solución justa. Decenas de miles en el exilio.
Esto es una traición, no hay paliativos. Si de verdad, como se dice, se quería desbloquear una situación enfangada desde hace décadas, no había nada más sencillo que apelar a las resoluciones de la ONU: que los saharauis decidan si quieren esa autonomía o prefieren la autodeterminación. ¿O es que seguimos actuando como el país colonial que fuimos, que no concede a otros –dominados, africanos, refugiados, pobres– el derecho y la libertad de decidir su destino? Marruecos tiene grandes intereses económicos en el territorio ocupado: recordemos los fosfatos, la pesca, las minas de uranio, el petróleo… Pero ¿y nosotros? No ganamos nada. Solo perdemos en dignidad. Repito: no ganamos nada; que se sepa, ni siquiera seguridad.
Así que sabedlo, Hamida, Bachir, Alghailani, Ageila, Abdesalam, Fiuna, Memona, Limam, Zahra, Maga, Elías, Magali, Abdelhai, Mariam, Kabara, Ebnu, Iselmu, Larosi, Ahmed, Saad, Lefdal, Bahía… (por citar solo algunas personas saharauis que conozco y con las que hablo o me escribo en español, por cierto). Sabedlo, ancianos, jóvenes y niños de los campos de refugiados de Smara, Dajla, El Aaiún, Bojador y Ausserd. Sabedlo, hombres y mujeres que camelleáis o comerciáis por los territorios liberados de Tifariti y más allá. Sabedlo, saharauis que seguís viviendo en las ciudades de los territorios ocupados de El Aaiún, Awainit, Guelta, Bojador, Dajla, Boucraa… Sabedlo, saharauis de la diáspora: no podéis decidir vuestro destino. El millón de almas vuestras y de vuestros antepasados no pesan nada.
Pero consolaos. Cuando se sientan a negociar políticos, mercaderes y militares, un millón de almas españolitas tampoco valdrían nada. Como se ve.
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* Ricardo Gómez (Segovia ,1954). Su familia emigró a Madrid, donde se ha vivido desde entonces. Hasta que se dedicó a la escritura. En Público.es
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