Desde la destitución inconstitucional de Pedro Castillo, presidente peruano, un maestro rural de Cajamarca, apoyado por Evo Morales, Petro y Amlo, en diciembre pasado, acusado de una flagrancia imposible, que no fue tampoco informada por sus captores (los policías de su custodia que apuntaron a sus hijos con ametralladoras de guerra en forma innecesaria y golpista), que lo detuvieron violentando las normas penales procesales, porque lo detienen por una “orden” superior –y no en flagrancia, única posible fuente de detención (¡y destitución! de un presidente) sin juicio político- se ha incurrido en una serie de confusiones, no siempre inocentes, acerca de su destitución.
En primer lugar, el congreso violó su propio reglamento y vacó a Castillo con menos votos de los que exige la ley. Esto solo vicia ya de por sí la legalidad de la vacancia. No hay moción de vacancia. No existe el expediente fiscal. En cualquier otro caso, esto desataría un escándalo internacional y legal. Como se trata de un cholo de la sierra, un maestro pobre, pareciera menos importante. Pero no es poco importante. Es muy serio que se haya vacado a un presidente (el primer presidente rural de la historia del país) con menos votos de los que exige la ley. En segundo lugar, se violaron tres artículos de la constitución peruana, que establece en forma explícita cuál es el mecanismo institucional para destituir o suspender a un presidente que pretende disolver el parlamento sin estar habilitado para hacerlo. Pero no fue el procedimiento empleado por el congreso peruano: la acusación constitucional por infracción constitucional. Y no la vacancia por supuesta “incapacidad moral”, una figura muy cuestionada por los organismos internacionales. La violación de derechos es doble: procesal y constitucional. Se pisoteó la letra de la constitución. Y se lo destituyó con menos votos del mínimo exigido por ley. Si la vacancia es nula, porque no fue instrumentada conforme a Derecho, la destitución de Castillo es ilegal. Y Castillo sigue siendo el presidente peruano.
En tercer lugar, desde el enfoque penal, no podía haber flagrancia, porque no había delito; y en una tentativa inidónea, según la legislación peruana, no hay castigo. Ningún policía apoyaba a Castillo. Los militares se burlaban de él. Otros se tapaban la nariz cuando pasaba, porque decían que “olía”. (Ese olor que no les gusta a los limeños ricos es el olor del pueblo, el pueblo que fue a protestar cuando Castillo fue derrocado). Menos podía haber “flagrancia”. En cuarto lugar, si la hubiera habido, no necesita ser –la detención- ordenada por ningún “superior” ajeno al procedimiento: la custodia no lo detuvo en “flagrancia”, sino por una “orden” que llega mientras lo conducen a una embajada (es decir, no en “flagrancia” de ningún golpe, sino con sus hijos en un auto); no se lo detuvo en –ni por- flagrancia ninguna. Esto resume una serie de ilegalidades en el procedimiento. Esto supone violar derechos electorales. Violar la democracia. No son “tecnicismos” jurídicos ni académicos. Es lo que establece la legalidad. Ni más ni menos. El derecho peruano escrito. Procesal, penal y constitucional. Es curioso que tantos abogados que usualmente hacen gala de respetar ciegamente los “procedimientos” constitucionales elijan mirar, como muchos jueces, para otro lado. No se los ve tan “prolijos” ni tan “institucionales” en este caso.
La cancillería peruana emplea en la actualidad partidas millonarias “adicionales” para tratar de “lavar” la imagen de esta dictadura en el exterior. Sin embargo, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU acaba de excluir a Perú.
Resulta curioso que el mismo congreso que impedía a Castillo viajar a ver al papa Francisco o a sus colegas europeos cuando era invitado por ellos, le otorga sí esa autorización a una presidenta sin legitimidad ninguna y que carga con decenas de homicidios sobre su gobierno, cuando no fue invitada. Esta paradoja se explica políticamente: Boluarte cuenta con el fujimorismo, con el cual Castillo jamás se sentó a negociar nada. Por eso Castillo siendo presidente y sin haber asesinado a nadie, no podía salir del país, y esta persona, que usurpa funciones y cuenta con crímenes graves sobre sus espaldas, sí es autorizada a viajar. Una paradoja política racista. No querían que Castillo fuera el rostro del Perú ante los ojos del mundo: un cholo no podía ser presidente. A las cholas no les está permitido levantar su mirada del piso, como en la boda de la duquesa de Barnechea dedicada a celebrar la “diversidad cultural”.
Hay 75 personas muertas, familias destruidas. ¿Tan poco importan las vidas que fueron arrebatadas?
El último objetivo de este articulo es rebatir un ardid empleado a menudo por los organismos de derechos humanos: reconocer la gravedad de los asesinatos cometidos por el Estado peruano ante las protestas de diciembre, separando las mismas, con prolijidad curiosa (porque la practicamente totalidad de los asesinados provenían de las regiones donde Castillo obtuvo el 90 % de los votos, Puno, Ayacucho, Cusco, Juliaca y eran adherentes suyos) de la destitución ilegal de Castillo y el exilio forzado de su familia. Pero no son dos cuestiones separadas. Están unidas. No mencionar la destitución ilegal de Castillo y hablar sí de las muertes que le siguieron en el plano internacional pero en forma aislada, es querer recortar la realidad política y social. Es una estrategia política confusa y poco transparente. Hay que contar la integralidad de lo que sucedió: las muertes no surgieron solas ni por arte de magia. No cayeron del cielo. Las protestas tampoco. Fueron los cholos y votantes de Castillo del sur que fueron a protestar hasta el centro de Lima por la destitución irregular, ilegal, de su presidente. No se puede “separar” esto ni mucho menos omitirlo. Se debe decir.
Tratar a los 75 muertos como una cuestión «separada», como un hecho «aislado» de la destitución de Castillo, cuando claramente fueron asesinados en las protestas que se produjeron precisamente para repudiar la destitución de Castillo, es un error jurídico, político. Y moral. Son dos cuestiones que no corresponde tratar por separado. Van juntas.
No está de más recordar que “El Sr. Barnechea reaccionó con espanto ante la posibilidad de que alguien como Pedro Castillo llegue a la presidencia y convocó a una unión cívico-militar para interrumpir el proceso democrático. El llamado no tuvo eco, pero mostró la voluntad de revertir el proceso electoral, para impedir que un ‘cholo’ llegue al poder”. Esto es lo que pensaba en su fuero interno la clase alta limeña. Y esto es lo que pensaba buena parte de la academia eurocéntrica (lo mismo pasó en Bolivia): que un cholo no puede ser presidente.
Recomendados
Los «comentadores», el ejército troll que financian los ceos libertarios
Los infinitos complots que perturban el sueño presidencial
Tregua por necesidad: Cristina, Kicillof y Massa definen una estrategia electoral común en PBA