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Y Milei va: competencia por la crueldad, caretas que se caen y contrapesos que se borran

La Libertad Amenaza: “Zurdos hijos de puta, tiemblen”. De la UCEP sigilosa de Pepín a la violencia obscena de Montenegro. La interna Kirchner-Kicillof con mal pronóstico y un Gobierno que puede estar perdiéndose la película.
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En Europa y América de los años recientes, las ultraderechas formaron partidos y ganaron elecciones, y también las perdieron y volvieron a intentarlo. Los parlamentos permanecieron abiertos y existió margen —a veces acechado— para la crítica y la protesta. Algún juez se animó a poner un límite. Una visión acotada a las líneas más formales de la democracia permite sostener que ésta crujió, pero no se rompió.

La extrema derecha, en cambio, supone vías de hecho estatales y paraestatales para anular lo que es percibido como amenaza. No hay derechos de minorías, ni instituciones, ni tratados internacionales a ser respetados ante el objetivo supremo de recuperar la presunta “gloria perdida”, lugar común de los ultras del mundo.

Allí aparece una diferencia que resaltan politólogos entre las categorías ultraderecha y extrema derecha. Con toda su carga de odio, la ultraderecha se desenvuelve en un extremo del arco ideológico desde el que disputa hegemonía, pero dentro de las reglas del sistema.

La distancia que separa al mainstream ultraderechista de una vuelta de página que retome las violaciones a elementales derechos humanos y cívicos es la que va del dicho al hecho. El coqueteo con el imaginario de “aplastar al parásito” (Milei) y de retomar la foto nazi de trenes repletos de indeseables rumbo a la frontera (Trump, Meloni, la alemana Alice Weidel) forma parte del menú cotidiano de los ultras. Algo de deseo transformado en realidad se vio en Gaza, en lo que el diario Haaretz y organizaciones de derechos humanos israelíes e internacionales llamaron “limpieza étnica”, algo celebrado por las ultraderechas globales que solapan de ese modo su antisemitismo ancestral.

La reasunción de Trump marcó una peligrosa aceleración que parece arrastrar a sus discípulos. Apenas puso un pie en la Casa Blanca, el presidente estadounidense indultó a casi 1.600 personas procesadas por la toma del Capitolio el 6 de enero de 2021, cuando pretendían desconocer la victoria de Joseph Biden. La figura del indulto está vigente en muchos países. Su utilización para un perdón masivo a quienes intentaron desconocer una elección presidencial mediante la toma del Congreso, causaron muertes y generaron traumas que derivaron en suicidios pone en entredicho el marco del sistema. Supremacistas con colecciones de armas en sus habitaciones encuentran una reivindicación moral y cívica desde el Despacho Oval. ¿Democracia?

Y Milei va. La deshumanización de sus adversarios ha sido un componente esencial de su discurso desde sus tiempos de panelista en “Intratables”. Su violencia enamoró a la tele y lo infló en las urnas. Ya en Casa Rosada, negó el terrorismo de Estado, agravió a sus víctimas, humilló a mujeres, celebró muertes y matanzas, y puso a Patricia Bullrich a cargo de Seguridad, lo que significa mucho en términos de violencia estatal.

En 2025, Milei estira los márgenes.

El Presidente amenazó esta semana: “zurdos hijos de puta, tiemblen… Los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta”.

Que un jefe de Estado, que comanda y al que escuchan fuerzas de seguridad, hable en los términos de los genocidas Luciano Benjamín Menéndez y Carlos Guillermo Suárez Mason debería despertar a algún fiscal o un juez federal adormecido en los miles de dólares que gana por mes, por pensar sólo en el segmento de magistrados que no se dedica a actividades inconfesables.

Ocurrió que Milei dio otra vuelta de tuerca al deslizar sin sutilezas que los homosexuales que adoptan niños tienden al abuso, al tiempo que el jefe de Gabinete —se supone, el civilizado del Gobierno— retomó una vieja premisa ultramontana: lo que hagan los gays, que sea puertas adentro. Nada de manifestaciones públicas.

Bajo el influjo de Trump, el movimiento de los hermanos Milei se alejó de una vertiente con peso en la ultraderecha global, que se muestra conservadora en muchos aspectos, pero exhibe cierta tolerancia en cuanto a la elección sexual. No son pocos los líderes ultraderechistas del Norte de Europa con parejas del mismo sexo e hijos adoptados. En el viraje de los Milei asoma la influencia de una vertiente evangélica a la que Trump subió al barco y que acoge, premia y financia la proyección internacional del mandatario argentino.

Nadie deberá hacerse el sorprendido. La hipótesis de una mayoría legislativa más holgada para el mileísmo amenaza la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo, los cupos para minorías discriminadas, la interrupción voluntaria del embarazo y el agravante del vínculo y el odio de género en las penas por homicidio. Si no alcanza con lo propio, los hermanos Milei tendrán que entablar una dura negociación con Rodrigo de Loredo, Sabrina Ajmechet, Cristian Ritondo y, por qué no, Edgardo Kueider. Un tuit, una selfie en Olivos, un juez amigo y un contrato no se le niega a nadie.

En los primeros años de Mauricio Macri en el Gobierno de la Ciudad, funcionó una célula estatal destinada a patrullar calles, plazas y bajoautopistas para encontrar personas en situación de calle. La Unidad de Control del Espacio Público (UCEP) —así se llamó— fue creada en octubre de 2008 y estuvo a cargo de un hombre con ley propia: Fabián “Pepín” Rodríguez Simón.

El ensayo trasuntó en una patota con licencia para golpear, incendiar y destruir pertenencias, y abusos peores. Con poco más de un año de actuación, la UCEP fue desactivada. Macri, Rodríguez Simón y otros enfrentaron imputaciones, pero el fiscal a cargo no impulsó la acción, y sin querellantes particulares por fallecimiento o desinterés de personas que vivían en la calle, las causas terminaron en nada poco antes del fin del Gobierno de Cambiemos. Clásico PRO.

Quince años más tarde, otro hombre de aquella administración regresa a la luz con procedimientos similares. Guillermo Montenegro fue el primer ministro de Seguridad del Gobierno porteño del PRO, puesto desde el que organizó la Policía Municipal, involucrada desde el vamos en el espionaje ilegal. En 2019, Montenegro fue electo intendente de Mar del Plata. Desde hace meses, en plena desbandada del PRO hacia las huestes de los Milei, el alcalde lanzó a las calles a violentos de la Secretaría de Seguridad para barrer con indigentes, vendedores ambulantes y trapitos.

Una diferencia crucial separa a la UCEP de 2008-2009 de los hombres de negro de Montenegro que hoy se ensañan con los marplatenses del último estrato social. El grupo de Rodríguez Simón actuaba desde las 23, siempre a oscuras, sin celulares indiscretos. Cuando sus tropelías cobraron vuelo, Macri cesó a la UCEP. Hoy, en lo más alto de la temporada turística, a plena luz del día, los agentes municipales de Mar del Plata desatan una violencia inusitada. Si no se llega a percibir, el intendente se ocupa a diario de multiplicar su visibilidad en redes sociales. Esta vez, los golpes y los amedrentamientos son filmados en detalle, con primer plano de las víctimas, esos sujetos sin ningún derecho.

Macri comprendió en 2009 que la UCEP podía costarle caro en términos electorales y judiciales. Montenegro, en cambio, avizora que la humillación de los desclasados puede darle oxígeno mediático y político en una ciudad que ha demostrado ser de las más sórdidamente conservadoras del país, con una trayectoria rica en grupúsculos neonazis, violencia institucional y muertes misteriosas.

La llegada de Milei coronó una novedad: no alcanza con ser cruel, hay que parecerlo. Su presunta fortaleza narrada por los medios actúa como “efecto llamada”.

Cáritas, el Hogar de Cristo y la Pastoral de Adicciones de Mar del Plata fueron, junto a Juan Grabois, las voces más altisonantes para alertar “con profundo dolor y preocupación” el padecimiento de los indigentes de la ciudad. Montenegro, ya un veterano de la política y exjuez federal, pareció corporizarse en el veinteañero Gordo Dan para responder. “Me importa tres carajos lo que digan”, descerrajó ante la consulta de La Nación.

El intendente no está solo. Diego Kravetz escaló en el PRO con procedimientos similares hasta que se le abrieron las puertas de la SIDE con La Libertad Avanza. Su aterrizaje brilló por todo lo alto cuando se conoció la golpiza propinada por él mismo a un adolescente sujetado por la Policía. Se anota en ese registro el peronista tucumano Osvaldo Jaldo, desafiante ante las denuncias de la reimplantación del “trencito” policial que se mete casa por casa en barrios pobres de la capital provincial, legado indeleble de su antecesor Antonio Domingo Bussi. Un elenco variopinto y creciente vocifera contra un blanco armado a medida: hombre joven, morocho, inmigrante de países limítrofes, adicto y pobre.

Ya Bullrich, Miguel Ángel Pichetto y los primos Macri habían dado muestras de una radicalización en las campañas de 2019 y 2023, con un evanescente resguardo “institucionalista” que sirvió para denunciar “las propuestas peligrosas de Milei” cuando la competencia se puso brava.

La victoria del ultra empujó a las diferentes vertientes del PRO a competirle a la par, con la excepción de Horacio Rodríguez Larreta y un pequeño grupo que lo acompaña.

A medida que avance el calendario electoral, se verán más escenas esperpénticas. Si duele, suma.

En los papeles, un acuerdo LLA-PRO-UCR, sea nacional o con alianzas tácticas provinciales, dejaría un espacio libre para conformar una propuesta de centroderecha democrática sin agravios a homosexuales, nostálgicos de la impunidad de los represores, xenófobos e ignorantistas anti-Conicet y antiuniversidades públicas. La duda razonable es si ese lugar político existe realmente en la Argentina, o no es más que una elucubración de columnistas políticos, consultores y ONG.

Del otro lado, prima la resignación. Hay importantes dirigentes opositores que avizoran un tercer puesto como el resultado más probable en importantes provincias.

El peronismo discurre con su conducción nacional en modo pausa, gobernadores propensos a alambrar sus distritos y la pelea latente entre los Kirchner y Axel Kicillof como foco de atención, a la que muchos ven ajena.

La elección de 2025 no está definida ni mucho menos. Dependerá en parte de la alquimia de las coaliciones y el nuevo método para votar de boleta única. Cada vez que el Gobierno y sus propagandistas se pasan de rosca con el goce autosatisfactorio, el dólar se encarga de recordar que sigue indómito y las reservas del Banco Central bajan otro escalón. El Luis Caputo de hoy se va pareciendo cada vez más al que protagonizó el Ejecutivo de Macri, con mal recuerdo para él y para todos.

El año de Milei fue positivo en cuanto a la baja relativa de la inflación y una estabilidad mayor a la pronosticada, pero lacerante en rubros cruciales: los ingresos de los trabajadores y la composición del gasto en los hogares. El mercado laboral se deterioró y la motosierra causó estragos en múltiples derechos, con privilegiados sospechosamente exentos. Un Gobierno tan halagado por los medios, con funcionarios tan extasiados ante un arroba de Musk o un cartón-premio de un ignoto sello extremista, puede estar perdiéndose la película.

Un dirigente con experiencia ejecutiva describe el escenario bonaerense del peronismo: “Las salidas más probables son malas. Si patean las diferencias para 2027 o Axel se rinde y acepta todo lo que ie mpongan, vamos a ir con una imagen de contubernio, con miedo, más de lo mismo. Si van al choque a último momento porque no acuerdan, sale algo improvisado que puede terminar en desastre. Queda una jugada de Cristina que sorprenda y reordene todo, como en el pasado, o que Axel se decida a dar pelea en serio. Ninguna de las dos son las más probables. Lo que sorprendería de Cristina sería que ceda poder y desactive el bloqueo que ejerce La Cámpora, y eso no va a ocurrir, porque sería mandar a Máximo a la casa”.  

Con sus déficit de organización a cuestas, Kicillof, Grabois y la izquierda corren con la ventaja de haber asumido de entrada que, ante una ofensiva retardataria de semejante magnitud, sólo cabía una oposición frontal, por responsabilidad histórica y representatividad de sus votantes, sin especulaciones menores sobre el “humor social”, que “madure el desencanto” o el veto de los medios. El lugar de los dirigentes que se escondieron, con la cúpula de la CGT a la cabeza, no es más edificante que el de los saltimbanquis de la UCR y el PRO que arroban a Milei para que les dé retuit.

Queda la reacción social ya demostrada en el pasado, que volvió a salir a la luz en el año de Milei, pese al agravio de los medios oficialistas y la amenaza de la represión policial. Universitarios, organismos de derechos humanos, feministas y sindicatos protagonizaron movilizaciones históricas. Los trabajadores de los sitios de memoria o del Hospital de Salud Mental Bonaparte plantaron caro al vandalismo libertario, y lo siguen haciendo.

Lo viejo no muere, lo nuevo no nace. Probablemente, la reacción, que difícilmente será con los dirigentes actuales a la cabeza, ni siquiera sea con la cabeza de dirigentes de los que ya nadie debería esperar demasiado. 

Por Sebastián Lacunza