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Es mentira que la Nación y la comunidad hayan pasado de moda

Perder de vista nuestras propias realidades, atiborrados como estamos de información fragmentaria, garantiza realimentar la confusión general en que nos empantanamos. La conciencia del espacio argentino nos hace poner los pies en la tierra y elegir caminos de construcción comunitaria. Obras (y trabajos) son amores. 
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Por Guillermo Ariza

Una de las características más notables de la vertiginosa información que recibimos diariamente es su deslocalización. Por ejemplo: sabemos más (o creemos saberlo durante unos días), del Estrecho de Ormuz que de la producción agrícola chaqueña o sanjuanina. No es culpa de las víctimas, o sea nosotros, pero es preciso señalar que la desinformación deliberada atenta contra la libertad de acceso a datos serios y afecta el discernimiento, paso previo al ejercicio de la libertad de pensamiento y opinión. 

La mirada globalista tiende a considerar a los países y pueblos como partes de un todo que se unifica en un solo mercado que a su vez no esté regulado ni limitado por las necesidades de las personas sino por la avidez y capacidad de consumo en ese espacio abstracto, universal.

Para ese punto de vista, nada hay más retrógrado que la idea de nación y comunidad, que son justo las formas como se han constituido las sociedades a lo largo de la historia

La cultura, o sea la forma de adaptación y de vida para a un ámbito geográfico determinado, surge justamente a medida que la acción humana va forjando realidades propias e identificables, que obviamente son enriquecidas por el contacto con otras experiencias similares o diferentes en lo que hace al alimento, vestido, habitación, defensa, en el aspecto material más directo. 

Pero simultáneamente la cultura resultante se expresa en modos cualitativos de expresión y representación, como el idioma, la religión, el arte y la política, entendida ésta última como la administración de los intereses comunes al grupo social.

Los estudios arqueológicos nos brindan las pistas de proceso civilizatorio al poner en evidencia la articulación entre las acciones humanas y el ambiente, dejando rastros que amplían la mirada que solemos tener de nuestra realidad actual. 

Así vamos comprendiendo cómo nuestros ancestros fueron construyendo lo que hoy es legado de toda la humanidad, a través de las antiguas culturas y los imperios que surgieron en regiones aptas para desenvolver técnicas y organizaciones sociales cada vez más complejas. 

Asirios, egipcios, chinos, indios, persas, griegos y romanos (entre muchos otros) fueron notorios en el mundo antiguo entre quienes se destacaron por sus notables realizaciones colectivas mediante civilizaciones extraordinarias por la complejidad alcanzada en su organización y tecnología utilizada. 

Construcción, riego, cultivo de alimentos y aptitudes militares expresaron esas capacidades y dejaron un sendero de conocimientos que fueron a su vez ampliados y aprovechados por quienes les sucedieron.

En el segundo siglo del segundo milenio de la era cristiana, el más extenso de esos conglomerados fue el imperio mongol, surgido inicialmente de las frías estepas subsiberianas bajo el liderazgo de Temujin (conocido como Genghis Khan) quien unificó amplias regiones y reinos en toda Asia Central hasta la India y el sudeste del Extremo Oriente, pasando por los imperios chinos prexistentes y llegando a imponer su ley hasta en Medio Oriente y Europa Oriental, articulando muy diferentes culturas con gran potencia militar, habilidad diplomática y una notable tolerancia religiosa. 

Con la perspectiva que dan los siglos puede decirse que la unificación que logró permitió establecer un vínculo sólido entre Asia y el resto del mundo, convirtiendo la antigua Ruta de la Seda en un eje de prosperidad y unificación del comercio a la escala global de su época. Los kanatos que instituyó, entre ellos en la actual Rusia, fueron la base para los futuros estados modernos que, a partir de esa primitiva forma de sujeción, fueron surgiendo posteriormente. 

Por su formato patriarcal y su tecnología bélica (caballería muy ágil con potentes arcos recurvados) tendemos a considerarlo como parte de la antigüedad, pero sin duda influyó sobre las entidades políticas modernas posteriores y de algún modo hasta hoy, tanto en lo que a pretensión de unificación gubernamental se refiere como a la combinación de fuerza y legalidad que acompaña las formas contemporáneas de dominación. 

Los imperios modernos

El imperio británico, muchos siglos después, tiene otros rasgos de organización colonial pero, sublimando el análisis, también combina la fuerza (naval y terrestre) y una estructura tanto institucional como ideológica destinada a convencer de que el factor dominante conlleva una ventaja para el dominado, que es su incorporación a la civilización. 

Funcionó muchas décadas, pero se resquebrajó cuando las colonias tomaron conciencia, por un lado, de su lugar periférico y perdidoso en la distribución internacional del trabajo y, por otro, de su viabilidad como estados con sus propios recursos, capaces de constituirse en estados a condición de modificar su perfil y el modo en que se articulaban al mercado mundial. 

La preeminencia imperial inglesa se ejerció primero mediante las compañías comerciales, con apoyo militar estatal, y luego creando colonias, con gravitación especial en la India y Medio Oriente. Un repaso crítico de los manejos británicos en sus zonas de influencia arroja un balance trágico, cuyas consecuencias aún hoy se padecen en esas regiones con enfrentamientos seculares, oportunamente exacerbados.

En aquel entonces la dominación territorial era decisiva

Repensar las invasiones en el Río de la Plata en ese contexto pone en evidencia tanto la pretensión (lograda) de hegemonía mundial como la fuerza local que ya teníamos entonces. Ella era capaz de vencer militarmente expediciones de la primera potencia mundial que pretendía hacer pie en lo que seguramente consideraría la porción más prometedora del continente americano aun cuando era todavía una economía con poco desenvolvimiento. 

Se salieron con la suya

La ocupación de Malvinas, en 1833, desalojando a la población argentina existente, se entiende mejor en ese marco mundial. 

A propósito resulta incomprensible que haya intelectuales locales que pretendan razonar la cuestión Malvinas con las categorías preferidas por el ocupante, coqueteando con las incongruencias diplomáticas del actual gobierno argentino. 

Poner los derechos que tenemos sobre las islas en el mismo plano que las acciones beligerantes del Reino Unido es más una claudicación que un razonamiento

Llegar a decir la barbaridad que los ocupantes están tan “flojos de papeles” como nosotros impresiona por la mezquindad de una expresión que no expresa vínculo alguno con los derechos jurídicos y los sentimientos nacionales. Al pretender ponerse por encima o al costado de ellos (y de la historia) lo único que hacen es rebajarse a sí mismos.

La ocupación militar decidida en 1982 por la dictadura agonizante para revitalizarse fue un acto suicida, al no tener en cuenta las relaciones de fuerza mundiales, pero movilizó energías dormidas en el pueblo argentino que no tenía por qué anticipar las consecuencias de tan irresponsable decisión. 

Dicho en criollo, las cúpulas militares se comieron el amague de la OTAN y los resultados fueron gravísimos en las vidas perdidas de valientes soldados que derrocharon valentía y patriotismo. 

El gobierno de Thatcher tenía creciente dificultades para aprobar los presupuestos militares que sus aliados estadounidenses le reclamaban. De allí que una intervención militar argentina le daba los argumentos para replicar y establecer una poderosa base de la entente provocadora en el Atlántico Sur. Nada mejor para ello que movilizar los sentimientos y los intereses belicistas que forman parte desde el Siglo XVIII de la cultura británica y sus primos norteamericanos. 

El redactor de estas líneas puede evocar la escandalizada reacción que provocó en algunos de esos intelectuales cuando en una reunión del Club Político Argentino, tres lustros atrás, señaló que la historia posterior podría llegar a demostrar que el desembarco argentino habría sido inspirado por una eficaz acción psicológica del almirantazgo británico, ejecutada de común acuerdo con Washington. La matriz de dependencia cultural impedía siquiera considerar la hipótesis y sigue influyendo aun escondida, o no tanto a juzgar por la impudicia con que reaparece cada tanto, como presunta autonomía, cuando no originalidad de criterios para analizar la cuestión. 

Salvado el honor y la valentía de nuestros soldados, quienes representaron con sus acciones defensivas a la inmensa mayoría del pueblo, no hay el más mínimo motivo para ser complacientes con los criminales que ordenaron el desembarco, realizado sin un análisis serio sobre cómo reaccionaría el poder mundial. 

Tampoco dejamos de ver los usos demagógicos de la cuestión Malvinas, con los que se tientan no pocos funcionarios que pasan por reparticiones encargadas de seguir el tema a nivel oficial. Pero ese desvío parece irrelevante ante la claudicación y la entrega.

El gobierno actual, al que le cabe plenamente la calificación de proimperialista, ha dejado de cumplir las tareas diplomáticas necesarias para llevar adelante negociaciones pertinentes a recuperar las islas por vía pacífica. Es un daño que deberá ser reparado con el necesario cambio de la política nacional y de su proyección internacional. 

Por último sobre los argumentos antinacionales aplicados a la recuperación territorial, cabe señalar que poner los intereses y deseos de la población de las islas al mismo nivel de la vigencia que tienen entre la inmensa mayoría de los argentinos es una operación tan forzada como carente de fundamentos. No se trata de lo obvio, que consiste en respetar a toda persona que viva en suelo argentino, tal como lo establece la Constitución Nacional, sino de fabricar un argumento para debilitar los reclamos legítimos de nuestro país

La población de las islas no es autóctona, aun cuando haya varias generaciones de habitantes en escaso número establecidas en ellas porque su instalación (o de sus presuntos ancestros) fue un acto de fuerza con desalojo de la población argentina establecida. 

Las Malvinas constituyen hoy, junto con la base militar, un enclave de negocios internacionales que atrae población errante de diversos orígenes que persiguen los altos ingresos que garantiza la pesca y aprovechamiento de otros recursos, como los hidrocarburíferos. No hay en la población malvinense una composición mayoritaria histórica sino un conjunto de buscadores de oportunidades en su mayor proporción. 

La posición británica de presentar a los pobladores locales como parte insoslayable de una solución diplomática obedece a un cambio de política tras la guerra del 82, puesto que los kelpers no eran anteriormente ciudadanos plenos del Reino Unido.

¿Puede sorprendernos que la opinión de los residentes sea adversa a cualquier negociación con la Argentina? En absoluto, porque no hemos dejado de hacer nada que pueda molestarlos, (junto con apoyos destacables) desde enviarles regalos paternalistas hasta invadirlos con una fuerza militar. Obviamente, un cambio en esa opinión sólo puede estar precedido por un replanteo general de la política en todo el país donde se valore a cada miembro de la sociedad y se le respeten sus derechos fundamentales, lo cual no ocurre respecto de la totalidad de la población desde hace muchos años. 

El núcleo conceptual

La conciencia territorial es un componente básico del programa de desarrollo nacional que debemos diseñar, participar y poner en marcha en la Argentina. Si bien podemos rescatar una línea de continuidad en el reclamo jurídico argentino sobre las islas también podemos ver desaliento y pérdida de creatividad en las acciones diplomáticas necesarias para llevar la cuestión a un plano de realizaciones prácticas. Y esto no exime a las gestiones anteriores, muchas veces perdidas en la repetición de retóricas inconducentes. 

Trabajar eficientemente por el regreso de las islas al territorio nacional, donde rija una plena soberanía, implica ante todo trabajar para que ese deseable estadio sea alcanzado del modo más participativo y transformador posible

Lo que vemos por ahora es dispersión, especulación menor y desaliento, incluso hasta escondido en un presunto triunfalismo cuando en realidad es posible que no sea otra cosa que ombliguismo. Hay que decirlo con todas las letras para evitar complicidades, aun cuando fuesen tácitas, de las que más tarde tengamos que arrepentirnos.

La conciencia territorial nos pone en situación. Nos obliga a ver la realidad tal cual es con todos sus matices y diferencias en cada punto del país, porque no pasa lo mismo en todos lados. Hay zonas que se degradan y otras que prosperan y todo tiene su explicación, que hay que estudiar específicamente cada caso. La visión de conjunto, de orden nacional, es indispensable para convocar e integrar al conjunto de la comunidad argentina en un marco expansivo, pero la batalla general por el desarrollo se desenvuelve en concreto en mil combates en cada rincón de la república.

Fuente yahoraque.com