Por Eduardo Menem
La aceleración de la inflación producida en los últimos tiempos ha puesto en escena nuevamente y con mayor fuerza uno de los peores dramas económicos y sociales que puede afectar a una sociedad, sobre todo a los sectores más vulnerables, razón por la cual se la ha caracterizado como el peor de los impuestos porque se impone de hecho, sin ninguna ley que lo autorice y es altamente regresivo.
El fenómeno de la inflación fue tradicionalmente negado por los gobiernos kirchneristas, toda vez que no era ni siquiera mencionado en los discursos de los funcionarios, tratando siempre de negarlo o disimularlo.
El negacionismo llegó al extremo de no imprimir billetes de mayor valor, no obstante los problemas, entre ellos el mayor gasto e incomodidad, que produce el manejo de los billetes de menor valor, lo que precisamente está ocurriendo en la actualidad.
Otra forma de negarlo fue en su momento, la burda alteración de los números cuando se intervino el INDEC en 2007, dando estadísticas falsas sobre la inflación y omitiendo los índices de pobreza bajo el pretexto de que era «estigmatizante».
Recién en los últimos tiempos el gobierno kirchnerista se vio obligado a admitir el grave problema que implica la inflación, cuando trascendió que es el que más castiga a la población, sobre todo a los sectores más pobres, cuyos magros ingresos se ven superados por un aumento descontrolado de los precios, que les impide atender sus necesidades fundamentales.
Lo más preocupante es que el gobierno no tiene un plan serio para contener la inflación, como tampoco tiene un programa económico. Se insiste en la vieja receta del control de precios que ha fracasado todas las veces que se la adoptó.
Los funcionarios se limitan a explicar el fenómeno, diciendo que es multicausal, pero siguen sin tomar las medidas económicas eficaces, que tienen que ir mucho más allá que el control de las góndolas.
La desmedida emisión de billetes para hacer frente a los innecesarios y crecientes gastos de la burocracia estatal, sumado a las grandes pérdidas que producen las empresas estatizadas y que aumentan el déficit fiscal, son algunas de las causas que producen la inflación.
El fanatismo estatista ha producido como efecto la creación de un Estado elefantiásico, voluminoso, ineficaz para resolver los problemas que angustian a la gente, en el que se crean cargos y reparticiones con nombres extravagantes, nada más que para ocupar a los partidarios del gobierno.
Por cierto que en nuestro país hubo periodos de inflación y de hiperinflación como la producida durante el último año del gobierno del presidente Raúl
Alfonsín, que había alcanzado al 4.923,6 por ciento, generando un caos económico y social que motivó su renuncia seis meses antes de la terminación de su mandato, a raíz de lo cual tuvo que asumir anticipadamente Carlos Menem en julio de 1989, durante el cual la inflación alcanzó al 209 por ciento.
Las reformas del Estado adoptadas por la nueva administración y los efectos de la ley de convertibilidad sancionada en 1991 permitieron contener la inflación, al punto tal que a la finalización de ese gobierno había desaparecido.
El éxito obtenido por la convertibilidad motivó que en las elecciones de 1999 el candidato de la Alianza Fernando de la Rúa, en su campaña electoral prometió mantenerla, mientras que el candidato justicialista Eduardo Duhalde proclamó que había sido exitosa pero que había que cambiarla.
El pueblo votó mayoritariamente por la propuesta de la Alianza, evidenciando su conformidad con la situación económica generada por la convertibilidad y la reforma del Estado que posibilitaron vencer a la inflación y lograr el crecimiento del país.
El derrumbe político y la debilidad del gobierno de la Alianza, que comenzó con la renuncia prematura del vicepresidente Carlos «Chacho» Álvarez, arrastró también a la economía generándose una situación que obligó a la renuncia del presidente De la Rúa.
Algunos sectores políticos y mediáticos atribuyeron principalmente a la convertibilidad el fracaso de la Alianza, pasando por alto que, por la finalidad electoral con que se construyó la misma, le iba a resultar difícil sostener cualquier sistema económico.
La salida de la convertibilidad y la pesificación asimétrica efectuada por el gobierno de Duhalde y la contrarreforma realizada por el kirchnerismo, pusieron nuevamente en marcha la inflación que hoy soportamos.
Cuando se discutió en el Senado la ley dejando sin efecto la convertibilidad, expresé mi preocupación por la devaluación y sostuve que era necesario anclar el valor de la moneda a ciertos parámetros para tener una mayor previsibilidad, agregando que con la inflación ocurría lo mismo que con una persona alcohólica que luego de varios años de abstención prueba nuevamente el alcohol y cae otra vez en esa adicción, porque tenemos una cultura inflacionaria (Diario de Sesiones del Senado de la Nación, 6/1/2002, páginas 6788 a 6790).
La demonización que se hizo del gobierno del presidente Menem generó una corriente contraria al modelo económico que había seguido, al que calificaron de «neoliberal».
Pero más allá de ese rótulo, lo importante es que, gracias al mismo, se derrotó a la inflación y posibilitó el crecimiento de un 48 por ciento del PBI y del PBI per cápita que fue del 31 por ciento, el tercero más alto de nuestra historia, sólo superado en las décadas de 1890-1890 y de 1910-1920.
Como excedería la extensión de esta nota la enumeración de todos los datos positivos que demuestran el crecimiento del país durante la gestión del presidente Menem, me remito a la información fidedigna contenida en la obra colectiva: «Los Noventa. La Argentina de Menem» (Editorial Sudamericana, año 2021), lo que se pudo lograr gracias a la estabilidad económica alcanzada luego de derrotada la inflación, acompañada por la reforma y modernización del Estado, en un clima de plena vigencia de la democracia y de las instituciones republicanas.
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