La acelerada globalización de las últimas décadas ha conseguido que hayamos adoptado la celebración de Halloween en muy pocos años, si bien no deja de tener detractores que ven con estupor cómo las calabazas y monstruos, los disfraces y los dulces y caramelos invaden el espacio de castañas, huesos de santo y buñuelos. Y aunque se tilda de americanada, las tradiciones de Halloween tienen un origen europeo muy distinto a como las conocemos hoy.
Tanto la Noche de Brujas como Todos los Santos y el Día de Difuntos, o Día de los Muertos, tienen raíces similares, asociadas a una de las bases culturales básicas del ser humano, los ritos funerarios y el culto a los fallecidos. La vida después de la muerte, el más allá y el destino de las almas o espíritus está presente en todas las culturas y es el pilar de todas las religiones, con manifestaciones y costumbres que han ido evolucionando en paralelo a las propias sociedades a lo largo de los siglos.
La comida y la bebida siempre han jugado un papel clave en estos ritos tanto por su valor simbólico como puramente práctico, ligándose además a costumbres paganas, muy vinculadas a los ciclos naturales de la tierra. En una enmarañada madeja de influencias y tradiciones emerge Halloween, hoy convertido en un fenómeno global equiparable a la Navidad por su relevancia internacional y comercial, pues, al final, prevalece lo que la propia sociedad elige. Y no podemos negar el potente atractivo que irradia la Noche de Brujas, especialmente para los niños y más jóvenes.
El posible origen pagano de ritos celtas
Desentrañar el origen de Halloween y Todos los Santos no es tarea fácil, y no todos los investigadores logran ponerse de acuerdo. Las tradiciones folclóricas no surgen de la noche a la mañana, pero sí parece que, en su fase más primigenia, la Noche de Brujas se vincula con el ritual celta del Samhain, también ligada a nuestras fiestas de santos y difuntos.
Cuando la vida dependía del cultivo de la tierra, no es de extrañar que se diera tanta importancia a los ciclos de la naturaleza que marcaban las cosechas. Para los pueblos celtas, el otoño marcaba el final de las cosechas más fértiles del verano, iniciándose un nuevo año productivo que debía preparar la tierra para los cultivos siguientes.
Poco sabemos a ciencia cierta de cómo se desarrollaban los rituales vinculados al Samhain, pues nos han llegado crónicas escritas muchos siglos después que reunían las historias transmitidas mediante tradición oral, recogidas sobre todo en el Lebor Gabála Érenn (‘The book of invasions’ o «la saga de las invasiones»). Se trata de un conjunto de poemas y narraciones que relatan la historia y la identidad de Irlanda a partir de las invasiones de los pueblos celtas, una mezcla de mitología, historia, leyendas y folclore.
El 1 de noviembre era así el primer día del invierno. Las noches se hacían más largas, llegaba el frío y la tierra se volvía yerma, muriendo gran parte de la vegetación y haciendo imposible el cultivo hasta la primavera. Se almacenaban las últimas cosechas, se recogía el ganado y se preparaba el hogar para los largos meses invernales, hasta que despertara de nuevo la tierra.
No está tan claro que el Samhain fuera un festival de índole fúnebre, fantasmagórica o tenebrosa. Sí es probable que tuvieran importancia seres mitológicos de la naturaleza, pero la interpretación cristiana de los ritos fue la responsable más probable de que esa especie de hadas y duendes se asociaran con el mal, la muerte y el miedo. Así, se cuenta que al con el final del verano recibían la visita de seres sobrenaturales y espíritus que acudían exigiendo el pago de frutos y otras ofrendas. Para apaciguar a esas criaturas fantasmagóricas del más allá, se les ofrecían diferentes viandas a cambio de no recibir ningún daño.
Eran, pues, días en los que se abrían las puertas entre el mundo de los vivos y los muertos, una conexión que también llegaría a nuestra cultura con los ritos, que aún se practican, ligados a los ciclos de difuntos y las leyendas de las ánimas.
Brujas, demonios y travesuras
La paulatina cristianización de Irlanda y los pueblos celtas con la llegada de los misioneros fue identificando las divinidades y espíritus de su cultura con seres demoníacos, ligándolos al mal. Era el modus operandi habitual de la Iglesia a la hora de evangelizar a los paganos, en un proceso similar al que se dio forma a la Navidad o el Carnaval.
Bajo reinado del papa Gregorio III (731–741), se fijó el 1 de noviembre como Día de Todos los Santos, que sería una extensión del ya existente All Martyrs’ Day, celebrado hasta entonces en mayo. Así, poco a poco, se fueron identificando las deidades celtas con el inframundo cristiano, los demonios y espíritus malignos. El objetivo a largo plazo sería sustituir por completo los ritos paganos por la devoción cristiana pero, como señala Jack Santino en ‘Halloween in America: Contemporary Customs and Performances‘ (Western Folklore, Vol. 42, 1983), el plan no funcionó del todo.
En el siglo IX se intentó reforzar la fe cristiana estableciendo el 2 de noviembre como el All Souls’ Day (Día de Difuntos), pero el poder de las creencias tradicionales folclóricas estaba demasiado arraigado y nunca llegó a abandonarse, simplemente se fue transformando. Así, la víspera del 1 de noviembre pervivió como la noche en la que se abren las puertas del mundo de los muertos; nacía All Hallows’ Eve, Halloween, cuando se recibe la visita de terribles seres sobrenaturales, a los que debemos hacer regalos para calmar su espíritu malvado.
Con el paso de los siglos las tradiciones locales fueron evolucionando en los diferentes pueblos, siempre con esa confusa mezcla de tradición cristiana y leyendas mitológicas, con el culto a los muertos y lo sobrenatural como trasfondo. En ciertos lugares se han ido desarrollando ritos concretos de mascaradas y disfraces que representan a los seres demoníacos, en los que algunos participantes llevan a cabo «travesuras» por las calles, una costumbre que se identifica con otras similares del 28 de diciembre o Carnaval.
Uno de los ejemplos de más arraigo histórico fue la Mischief Night o «noche de las travesuras», típica del condado de Yorkshire en Inglaterra. Era una noche en la que los jóvenes de los pueblos tenían permiso para gastar bromas algo vandálicas entre los vecinos. Se sabe que ya se celebraba a finales del siglo XVIII, pero en el mes de abril, hasta que por algún motivo se trasladó la tradición al 4 de noviembre, probablemente por la comodidad de identificarlo con la Noche de Guy Fawkes.
La emigración europea dio vida al Halloween americano
Fueron los emigrantes anglosajones quienes darían las forma definitiva a Halloween al establecerse en Norteamérica. Esa mezcolanza de ritos paganos celtas, la noche de las travesuras, el culto a los muertos y las ofrendas a espíritus cuajaría en el Nuevo Mundo a partir del siglo XIX, curiosamente no desde Estados Unidos, sino desde Canadá.
Se cree que alentados por un deseo de autoafirmar su identidad nacional como británicos emigrados, especialmente por el lado escocés, y con la famosa obra de Robert Burns (autor del poema Hallowe’en en 1785), los nuevos pobladores tenían muchas ganas de fijar unas costumbres propias. Desde las nuevas sociedades nacionales se fomentó la práctica de fiestas de origen escocés y británico, con Halloween como fecha clave.
Así sería como también aquellas «travesuras» del 4 de noviembre se irían fusionando con el 31 de octubre, cristalizando poco a poco en lo que entendemos hoy por Halloween y sus tradiciones. La prensa canadiense de 1872 cuenta cómo aquel 31 de octubre un grupo de juerguistas fueron tocando timbres y causando pequeños destrozos en Ontario, extendiéndose la costumbre en los años sucesivos por todo el país y llegando rápidamente a Estados Unidos.
Disfraces, calabazas y caramelos: una fiesta más para niños
No sería hasta ya entrado el siglo XX cuando Halloween cobró la forma definitiva que hoy atrapa a medio mundo. La primera fuente escrita que hace referencia al trick or treat («truco o trato», literalmente sería más bien «travesura/broma o golosina») data de la década de 1920, como expresión popular de los niños que pedían caramelos por las casas, de nuevo en Canadá.
Tampoco era algo nuevo lo de ir llamando a las puertas solicitando viandas con alguna excusa religiosa; lo mismo se hace con el aguinaldo navideño y ya se hacía en España como pago por el rezo a las almas de los fallecidos de cada hogar. Simplemente, el significado cristiano y el recuerdo de las ánimas se fue perdiendo, prevaleciendo más el fuerte atractivo -y arraigo histórico- de las criaturas folclóricas y legendarias celtas.
Con el despegar de la economía estadounidense y el fin del racionamiento del azúcar a finales de los años 50, Halloween cobró su impulso definitivo. Se convirtió rápidamente en una fiesta de enorme potencial comercial que al país le interesaba además estimular, y solo necesitó unas pocas décadas para erigirse en una de las celebraciones más icónicas y reconocibles en todo el mundo. El cine, la televisión, la publicidad y, más tarde, internet, hicieron el resto.
Así, Halloween ha vuelto a casa reconquistando Europa -y más de medio mundo- desde su primitivo origen celta tras recibir multitud de influencias que han ido fijando las tradiciones y modas bien conocidas hoy por todos. Es difícil resistirse a su atractivo, pero de poco sirve protestar y rebelarse, sobre todo si nosotros mismos somos los primeros en dejar de lado nuestras propias tradiciones.
Como Papá Noel y los Reyes Magos, el árbol de Navidad y el Belén, nadie dice que ambas tradiciones no puedan convivir. Al fin y al cabo, todas beben, en esencia, de las mismas raíces culturales.
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