La inspiración y el punto de partida del arte de Alfredo Gogna fue la ciudad de Santiago del Estero, donde se fue a vivir en 1953, luego de un viaje a Machu Pichu que había realizado con apenas 22 años. Poco antes, el “Negro” Francisco René Santucho había instalado la librería Aymara y el Grupo La Brasa logró hacerle una marca importante a la ciudad. Se integró al Grupo Dimensión (en el número 5 de 1956, la revista publica una crítica sobre su exposición de pinturas y dibujos en el Jockey Club de Santiago).
Lo imaginamos en alguna caminata de verano con Clementina Rosa Quenel (el libro Los Ñaupas incluye sus dibujos) sobre la cuestión indígena -como Francisco y como Roby Santucho, Quenel era lectora de Mariátegui-, con el Doctor Canal o con Gombrowicz en su “estación” santiagueña durante el invierno de 1958 (“nos veíamos bastante”), que una novela de Lucas Cosci evocaba hace algunos años. O con Miguel Ángel Asturias, o con Nicolás Guillén (a quienes conoció también ese año en Santiago).
En Seis visitas al taller del maestro (que EDUNSE publicó en 2017), el relato de Julio Fredman deja entrever aspectos de la vida de Alfredo Gogna con un lenguaje “no especializado”, vivo, que no se censura el coloquial (“¿Qué no?”), según una cronología desarmada: Santiago 2003; Santiago 1971; Santiago 1983; Parque Lezama 1988; Buenos Aires 1998; Santiago 2013. En 1986, en efecto, Gogna había trasladado su taller a Buenos Aires para volver -ya enfermo- en 2003 a Santiago, donde iba a morir en 2008.
Un libro de conversaciones sobre el oficio de pintar; sobre la “pintura imposible” (“Hay pintura o no hay pintura, esa es la cuestión”), sobre las influencias -de Roberto Matta, del expresionismo abstracto norteamericano (Rothko, De Koonig, Pollock, Still…), del muralismo mexicano, de Picasso, de Cézanne, del surrealismo (“Capaz la pintura ha sido siempre una forma de surrealismo”)-; sobre la amistad con Spilimbergo, Gorriarena, Libero Badii, Felipe Noé…, y sobre la obra. Una obra que se propone no repetir lo que se ve; más bien encontrar una manera de mirar y hacer algo con lo que aparece.
En el catálogo de una muestra en la galería Cronos de Santiago se transcribe un tremendo texto de Jean Marcenac: “Ha terminado el tiempo en que los artistas podían pensar que el pueblo les exigía: ‘Muéstrennos que están con nosotros’. El llamado tiene un sentido muy diferente, si se lo entiende bien, y quiere decir: ‘Muéstrennos que son como nosotros, y lo que nosotros tenemos adentro, también lo tienen ustedes’. No existen dos líneas para el esfuerzo humano –una en la cual los hombres harían la historia y otra en que los artistas harían el arte–, se confunden y se conjugan las dos en una voluntad similar de modificar el mundo y de fundar una realidad que no se encubra más con los colores de la mentira”. En este pasaje se aloja quizá mejor que en ningún otro una obra enigmática (más de 3000 cuadros casi desconocidos, que esperan en alguna casa de Santiago su puesta en valor), aún por pensar: los retratos de Rembrandt, Cézanne, Van Gogh, Matisse; los Cristos crucificados; los cuadros llenos de luz de los últimos años (La alegría de vivir; Buscando un lugar; Jugando en el río… testimonios de la infancia recobrada, recuperación de la niñez en la enfermedad, el mundo manifiesto como “ofrenda a los ojos de un niño”).
En un pasaje de su conversación, Alfredo Gogna menciona la tela El taller del pintor de Gustave Courbet. En ese lienzo, el taller lleno de gente se representa como un espacio en el que puede suceder cualquier cosa, y a su modo enseña a mirar de otro modo. Comprometido con las causas revolucionarias de su tiempo, Courbet fue un pintor anarquista proudhoniano y en 1871 participó activamente de la Comuna de París. Tras la sangrienta derrota de los communards, fue encarcelado y luego condenado al exilio. Pintaba campesinos, picapedreros y escenas del pueblo bajo sin ninguna concesión idealista. Artista de la derrota, honró a los revolucionarios masacrados durante la “Semana sangrienta” de Mayo de 1871 con diversos motivos alegóricos. El más impresionante es el que cifra la serie Truchas, de 1873. Escribe Enzo Traverso que “rara vez el sufrimiento de los seres humanos encontró una expresión tan sobrecogedora como en estas imágenes de peces agonizantes”.
Casi cien años más tarde, Gogna pintó una Naturaleza muerta con pescado. También él provenía de una familia anarquista y su trabajo se nutre, como el de Courbet, de un diálogo con el infortunio de la vida humillada.
Pocas veces el arte fue tan solidario con las clases populares como en estas naturalezas ya muertas, o en agonía.
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