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Cuando educar es ilegal

Redacción de LA NACION, Buenos Aires
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Cuando hace un año el mullah Hibatullah Akhundzada, líder del régimen talibán afgano, disponía la prohibición de la asistencia de niñas a las escuelas, no imaginaba las consecuencias. Una medida que se había logrado imponer en la década del 90 hoy acrecienta las presiones en contrario dentro de su propio entorno y amenaza con quebrar la unidad que ha sido su fortaleza por años.

Los profundos cambios que ha experimentado la sociedad afgana a lo largo de los 20 años en que el ala dura estuvo alejada del poder no pueden desconocerse. Por eso, los tremendos retrocesos en las libertades y derechos vigentes hasta agosto 2021 han significado un doloroso paso atrás. Hasta el dictado de esta norma de exclusión, 1,1 millones de jóvenes afganas asistían a clases, la mitad de las que viven en zonas urbanas. Unicef calcula que antes de la instalación del gobierno de facto, 4, 2 millones de niños tenían vedado el acceso a la educación; en un 60% se trataba de mujeres.

En el norte del país las escuelas secundarias desoyeron mayormente la prohibición y continuaron funcionando en connivencia con funcionarios talibanes locales. Donde no, las aulas secretas se multiplicaron tratando de escapar del férreo control y de los apremios y arrestos para los docentes que ordena sin demasiado dureza el régimen. Sin embargo, son muchos los talibanes, incluso los más conservadores, que evaden ellos mismos la fatwa enviando a sus hijas a las escuelas ilegales locales o en países cercanos como Paquistán.

Las clases se limitan a lo sumo a dos horas para reducir los riesgos y las chicas de todas las edades reciben la misma lección. La falta de espacio y de recursos impide a muchas más participar.

Con filas de pupitres, las improvisadas aulas clandestinas buscan replicar a las reales. “Si eres valiente, nada puede detenerte”, dice una niña en clase. La educación de las niñas vale “cualquier riesgo”, afirma una maestra. Envueltas en una realidad desesperanzadora en la que la falta de libertad para trabajar o estudiar condiciona gravemente su futuro, prima un ánimo desafiante entre muchas afganas. Activistas por sus derechos trabajan fuertemente para que una generación de niñas afganas no pierda su posibilidad de educarse.

La presión internacional no cede y se robustece a partir de la ayuda financiera y humanitaria que brinda al régimen talibán hoy nuevamente en el poder. Dos tercios de la población afgana, incluidos 21 millones de mujeres y niños, se encuentran en situación de emergencia. La ONU lidera las campañas de recaudación de fondos de asistencia. Privar de educación secundaria a las niñas se tradujo en términos económicos en una pérdida estimada de 500 millones de dólares para la quebrada economía afgana. No sorprende que, paradójicamente, el año pasado, el mayor aportante fuera Estados Unidos.