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El negocio antimigratorio a ojos del migrante: Brahim Khardy

Tras 15 días de espera en una ciudad desconocida, mientras limpiaba un almacén en el que trabajaba, Brahim recibió una llamada: salían esa misma noche.
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Laura Pérez Yanes* – Público.es

Brahim contactó con una persona que se encargaría de organizarlo todo: buscaría a dos pescadores que supieran conducir la patera y obtendría todo lo necesario para dejar atrás la costa en cuanto el mar lo permitiese. No importaba qué día. Nadie conocía la fecha exacta de salida. «Te dicen que tienes que estar en una ciudad unos días antes. Nunca sabes el día exacto en que vas a viajar, y tienes que estar dispuesto a salir en cualquier momento».

Brahim tenía tan solo 15 años cuando decidió que quería salir de Marruecos. Lo hizo por «presión social», porque muchos de sus amigos ya se habían marchado a Europa. También, por la falta de oportunidades, porque en Marruecos, según expone este joven, «si eres pobre, vas a ser pobre siempre».

Marruecos es el país más desigual del norte de África y, según el Banco Mundial, más del 45% de las familias marroquíes viven en situación de pobreza y el 19%, con menos de cuatro dólares al día. Una realidad que empuja a muchos a querer migrar para mejorar sus vidas, sobre todo, a los jóvenes: siete de cada 10 marroquíes menores de 30 años desean salir de su país, como muestra el sondeo del Arab Barometer publicado en junio de 2019. Además, organizaciones como la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH) y Amnistía Internacional han denunciado la vulneración de derechos de personas migrantes en el país africano y la militarización y securitización de las fronteras.

La Unión Europea considera clave a Marruecos en su objetivo de frenar la llegada de personas a sus territorios y, por eso, no duda en cerrar los ojos y abrir la mano para que sea el gobierno marroquí el que gestione los flujos migratorios. Es lo que se conoce como externalización de fronteras y, a cambio, el país alauita recibe millones de euros, que sirven para alimentar la Industria del Control Migratorio (ICM) y afectan a personas como Brahim.

Tres días y cuatro noches

Cuando llegó el momento de partir, a Brahim no le quedó otra alternativa que la patera, porque la burocracia y «los sobornos», explica, dificultan conseguir un visado. «Es todo un negocio (…). Es un proceso largo, lento y también con caja B». Sabía que a muchos chicos se lo habían denegado, así que la opción de obtener un visado le resultaba «imposible».

Después de 15 días de espera en una ciudad desconocida, mientras limpiaba un almacén en el que trabajaba para ganar algo de dinero y poder comer, Brahim recibió una llamada: tenía que prepararse, salían esa misma noche. En ese instante, el peso de su decisión cayó sobre él y se dio cuenta de lo que iba a pasar. «Ahí empezó el miedo», asegura.

Brahim había pagado 6.000 dirham, algo más de 550 euros al cambio, para subirse en aquella embarcación de pesca a la que habían añadido dos motores cuyo ronco ruido le acompañó durante interminables tres días y cuatro noches. Pasó todo ese tiempo con otros 15 chicos, 14 de ellos también adolescentes. El más pequeño apenas había cumplido los 13. «Para mi sorpresa, eran todos amigos o conocidos míos. Éramos casi todos de la misma zona. Me quedé más tranquilo, aunque al mismo tiempo si hubiera sido una tragedia, habría sido un golpe muy fuerte para todo el pueblo».

La primera noche se ha borrado de su memoria. Solamente recuerda los primeros kilómetros, cuando todo era silencio y a su alrededor no alcanzaba a distinguir siquiera a la persona que estaba a su lado. Tenían que permanecer callados mientras siguieran en aguas marroquíes para no alertar a nadie, a ninguna embarcación o patrulla que pudiera pasar cerca. A las pocas horas, al llegar a aguas internacionales, cuenta que empezaron a hablar y a gritar para desahogarse. A la mañana siguiente, Brahim pudo ver las caras de los chicos: «Estaban pálidos, sin fuerzas, vomitando. Fue una vista un poco horrorosa».

La última noche, en cambio, la recuerda bien. Ninguno de los barcos a los que pedían auxilio con sus linternas se acercó. Enormes olas desequilibraban constantemente la patera y les hacían retroceder lo que habían podido ganar al mar en las últimas horas. Cuando ya casi estaban llegando -ya habían avistado las luces de un faro-, uno de los motores falló. De nuevo, se alejaban. «Fue un caos total», revive este joven. Y la desesperación por poner fin de una vez por todas a aquella travesía hacía aún más lentas las horas que les separaban de la orilla.

Después de tantas horas, pisaron tierra en una playa de la isla española de Gran Canaria. Era un domingo de agosto y lo primero que vieron al llegar fue a decenas de manos sosteniendo otros tantos teléfonos móviles. Exhaustos por el viaje, solo pensaban en dos cosas: en comunicar cuanto antes a sus familias que estaban bien y en la prueba que les habían contado que les harían para determinar su edad.

La prueba consistía en una radiografía de la mano. Esta práctica, criticada por colectivos sociales y ONG, tiene un amplio margen de error y, en casos como este, el más mínimo puede cambiar la vida de un niño. 14 fue la edad que reflejó la prueba de imagen de la mano de Brahim. Al menos, no había sido al revés. El miedo a ser deportado se desvaneció.

Acogida y regularización

A partir de ese momento, pasó a estar tutelado por el Estado y entró a formar parte de un sistema de acogida que sobrevive con muy pocos recursos –en los últimos años España ha gastado ocho veces más en detener y expulsar migrantes que en integrarlos-. Hasta que cumplió la mayoría de edad, Brahim conoció tres centros de menores distintos, aunque en el primero solo estuvo cuatro días: la falta de plazas le llevó, junto con los otros chicos, de Gran Canaria a Tenerife, al centro de menores Nivaria, que había sido anteriormente un centro para menores con medidas judiciales.

«Tenía dos plantas con 20 habitaciones cada una y ocho camas por habitación. Cuando llegamos había 86 personas, más nosotros, que acabábamos de llegar», relata Brahim. Poco después, calcula, ya eran más de 200. Tras ocho meses, de nuevo fue trasladado. Esta vez, a una casa de acogida en el municipio tinerfeño de La Laguna.

Recuerda que fue un gran cambio; eso sí, para «mejor». Allí residían solamente unas 12 personas, por lo que pasó de compartir habitación con otros siete jóvenes a hacerlo solo con uno. En los dos años que vivió en esa casa, Brahim asistió a un curso de informática y a otro de agricultura. Pero lo que cambió su vida en la isla fue la imprenta de un amigo de su profesor, donde estuvo trabajando 11 años.

Gracias a ese trabajo, Brahim pudo regularizar su situación. Sin embargo, cree que las condiciones para lograrlo son «abusivas»: «Tenías que conseguir un trabajo a jornada completa de un año. Para un chico que acaba de salir de un centro de menores, sin recursos, sin experiencia, sin nada, es muy complicado que una empresa te dé ese privilegio». De esta forma, prosigue, España acoge a estos chicos para facilitar su integración, pero, al mismo tiempo, levanta barreras que les impiden llegar al objetivo que les están marcando.

Hoy Brahim es propietario de una empresa que organiza viajes a Marruecos. La idea surgió cuando, hace unos cuatro años, unos amigos le pidieron ayuda para organizar su viaje al país africano. «Me gustó organizarlo, la sensación que daba el trabajo y pensé que podría vivir de eso». Con el boca a boca llegaron los primeros clientes y algunos, incluso, repitieron. Este 2020 iba a ser su año, pero la pandemia de coronavirus ha dado un vuelco a sus planes. No obstante, Brahim, pese a lo que estas circunstancias suponen para una pequeña empresa que aún está despegando, le quita algo de hierro al asunto y no duda de que podrá «empezar desde cero otra vez» cuando la situación lo permita.

Mientras llega ese momento, trabaja como auxiliar educativo en un centro de acogida para niños inmigrantes en el municipio de Tacoronte, en el norte de Tenerife. En el centro cubre el turno de noche y cuida y acompaña a chicos que tienen por delante los mismos obstáculos que encontró él cuando tenía su edad y que ven su experiencia como un ejemplo de «que si hacen las cosas bien, pueden conseguir lo que se propongan».

A la pregunta de si volvería a pasar por todo lo vivido desde que partió de su pueblo aquel verano de 2007, no sabe qué pensar. «A veces no sé si me arrepiento o si soy afortunado. (…) el proceso que pasé, la miseria por la que he pasado, quizá no vale la pena. Pero al mismo tiempo ahora tienes otra posibilidad de hacer tu propia vida, de mejorar, y dices que sí merece la pena. No fue fácil, no desearía que nadie pasara por lo mismo, pero tampoco deseo que nadie se quede atrás».

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*Encargada de la redacción, edición y coordinación de contenidos en BaraBara Comunicación. Investigación y #DDHH en  @porCausaorg