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HAITÍ: PASADO, COLAPSO Y ESPERANZA

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Por Juan Gabriel Valdés*

Para el mundo exterior, Haití existe solo cuando sufre. “Sangre, queremos sangre”, le decía el director de una agencia de noticias a su corresponsal en la isla, advirtiéndole que no había más identidad en ese país que su dolor exótico.

“Haiti n’existe pas” tituló su libro un autor que quería subrayar la cuarentena a la que la historia de la isla ha sido sometida por el mundo occidental (1). Las dos ideas son cercanas. Considerar a Haití solo como una tragedia recurrente conduce a omitir aquel hecho impensable y hasta hoy omnipresente que le dio origen: Haití proviene de la derrota de la principal potencia imperial de la época por una población de esclavos africanos. La Nación tiene su origen en un hecho contra intuitivo, de una negación de la Ilustración. Sin que los esclavos rebeldes llamados bozales –recién llegados de África– o los mulatos indígenas que les guiaban pudieran siquiera imaginarlo, la enorme revolución haitiana condujo al establecimiento en 1804 de la primera república negra de la historia y a la primera independiente de América Latina, y luego –casi de inmediato– a su absoluto aislamiento internacional.

Exangüe tras la revolución, con una población reducida a la mitad, Haití sufrió el acoso de Francia, que exigió una inmensa indemnización por la pérdida de los esclavos, aguantó el aislamiento de parte de los Estados Unidos y sus vecinos del Caribe, y vivió en un caos político permanente. Su no integración al capitalismo internacional, la inexistencia de inversión externa, de inmigración, de guerras o de comercio internacional, hizo que el país no tuviera aquello que otros del hemisferio pudieron llamar “un siglo XIX”.

“Silenciar el pasado”, como ha escrito el gran intelectual haitiano Michel Rolph Trouillot, ha sido una actitud del hemisferio desde que el mismísimo Simón Bolívar decidiera no incluir a Haití en su “congreso anfictiónico” de las naciones libres de América de 1826, o desde que Tomás Jefferson le dijera al embajador de Francia que “la solución”, era “impedir que los negros tengan barcos”, con lo que se inició una cuarentena total del país durante todo el resto del siglo, hasta 1915, cuando los Estados Unidos decidieron invadirlo y permanecieron como gobernantes durante 19 años y 4 días.

UN NUEVO CATACLISMO

Este ciclo de sangre y reacción internacional se ha reproducido en estos días con el asesinato del Presidente Jovenel Moise: el país que no existe ha vuelto a la vida. Como ante el terremoto de 2010, hay un nuevo cataclismo en Haití: en las primeras horas del 7 de julio, el Presidente fue acribillado a tiros aparentemente por un grupo de cerca de veinte colombianos que, según se ha dicho, ni siquiera lo conocían por cuanto, antes de asesinarlo, debieron llamar a un jefe, hasta hoy anónimo, para que identificara a la víctima con la cámara de un teléfono. Al escapar, los sicarios se enfrentaron con la policía haitiana, perdiendo a tres de sus miembros. Los diecisiete restantes se escondieron en la embajada de Taiwán, donde finalmente se rindieron a las autoridades. No tenían plan de salida. Confiaban aparentemente que quien les había reclutado, quien había ordenado el asesinato, los ayudaría a zafar. Pero ahí la historia entra en un terreno tan oscuro como los suburbios de Puerto Príncipe. Nadie hasta ahora, ni la policía haitiana ni el FBI, involucrado desde el inicio en la investigación, ha aclarado quién ordenó el asesinato; qué sucedió con la guardia presidencial sin rol aparente en la tragedia; cómo fue posible que los colombianos llevaran viviendo ahí por semanas sin ser reparados, o cuál fue su verdadera misión.

El pueblo haitiano es esencialmente compasivo. El doctor Jean Price Mars, famoso etnógrafo y diplomático haitiano, lo describió como “un pueblo que canta, que baila y se resigna”. Pero es también un pueblo que protesta, y así lo demostró en los últimos años, cuando salió en grandes números contra Moise, acusándolo de violar la Constitución y de haber conducido el país a la ruina. De destruir las instituciones y asociarse a bandas armadas del crimen organizado, el secuestro y la droga. De pretender eternizarse en el poder mediante un plebiscito ilegal con el que quería reformar la Constitución fortaleciendo más aún el poder presidencial. De haber conducido, una vez más, al desplome del Estado.

Tras su muerte, sin embargo, Jovenel Moise parece renacer, al menos para ciertas elites, como una figura trágica, como la víctima de la odiada oligarquía. No es percibido como la pareja histórica del presidente Jean Vilbrun Guillaume Sam, descuartizado en 1915 por una muchedumbre de burgueses enfurecidos ante el asesinato de sus hijos en las casernas del ejército, sino como un émulo del propio emperador Jacques Dessalines, fundador de la nación haitiana, padre de la patria, asesinado por sus hombres el 17 de octubre de 1806. En sus elogios fúnebres nadie habla de sus tendencias autoritarias, de la tozudez de rechazar las peticiones de la sociedad civil haitiana, de desoír las recomendaciones de la OEA y del Secretario de Estado de los Estados Unidos, que sugerían un diálogo con la oposición para facilitar una transición hacia las próximas elecciones presidenciales. Se quiere dar vuelta la página sobre las acusaciones de corrupción, las investigaciones acerca de la desaparición de los dineros de Petrocaribe, en la que asomó favorecida subrepticiamente una de sus empresas. Según sus partidarios, Jovenel Moise murió a causa de su combate con la corrupta oligarquía haitiana. Según la oposición, en cambio, Moise entró en ese conflicto solo para favorecer a otra oligarquía, distinta y más corrupta que la anterior, aquella que se había apoderado del poder en el período del cantante presidente Michel Martelly.

AL BORDE DE LA DESINTEGRACIÓN

Lo que pocos parecen rebatir es que el Estado haitiano ha colapsado nuevamente. Sin Congreso, con el Poder Judicial diezmado, con un sistema de sucesión gubernamental privado de legitimidad y con las bandas armadas actuando en completo descontrol dirigidas por un individuo que se hace llamar General Barbecue, el país parece nuevamente al borde de desintegrarse. Se puede argumentar que esto no es nuevo. Que en Haití no emergió jamás un Estado moderno. Quienes intentaron construirlo fueron presidentes autoritarios que lo transformaron rápidamente en Estados patrimonialistas o directamente en tiranías que, como Saturno, devoraban a sus instituciones. O fueron fuerzas de ocupación, especialmente estadounidenses, que intentaron “educar” e “imponer” un gobierno “civilizado” basado en elecciones democráticas, lo que condujo a la extraña situación de gobiernos sin Estado. El “enigma haitiano”, ha escrito un sociólogo haitiano, radica en la conjunción perversa de las elites que resisten y desprecian cualquier pacto social; la intervención de la comunidad internacional movida por esquemas funcionales a sus intereses; y la ausencia de recursos humanos y materiales en las instituciones (2).

El desplome actual sucede al de 2004, cuando el Estado conformado bajo el gobierno de Jean Bertrand Aristide –uno que la oposición al ex sacerdote salesiano llamó “anarco populista”– se derrumbó. Y ese colapso fue precedido por el de 1994, cuando el estado patrimonialista construido durante la dictadura de François y Jean Claude Duvalier, descrito por un analista como “neosultanista” se vino al suelo ante la alegría universal. En ambos casos, la “comunidad internacional”, la OEA, la ONU y tras ellos, sin duda, la enorme influencia de los Estados Unidos, intervinieron para impedir un escenario caótico, que amenazaba a la población con una violencia generalizada y con lanzar una emigración descontrolada hacia la República Dominicana y la Florida. Eso es lo que el Consejo de Seguridad de la ONU quiere decir cuando declara a Haití cada cierto tiempo, como una “amenaza a la paz y la seguridad internacional”.

Hubo, sin embargo, un momento de esperanza. La llegada al país de la Minustah, la fuerza enviada por Naciones Unidas a estabilizar el país tras la caída de Aristide en 2004, pareció abrir un momento histórico distinto. Al rechazo interno que produjo la idea de una nueva fuerza de ocupación –un sentimiento siempre vivo en el país–, se contrapuso la idea de un contingente latinoamericano, que reincorporaba a Haití en la región. La misión contribuyó a pacificar un escenario convulsionado por el derrocamiento de un líder carismático odiado por las elites y adorado por los más pobres, y permitió que un gobierno provisorio, que actuó con prudencia y respetabilidad, convocara a elecciones presidenciales para restablecer una legitimidad democrática. Elegido en 2007, el nuevo gobierno de René Preval abrió una época de normalización. Mientras el tema de la seguridad pareció quedar atrás, el discurso del gobierno se centró en la infraestructura, la electrificación, las zonas industriales y la inversión extranjera. Si bien el desarrollo económico nunca adquirió un ritmo urgente, el curso de los acontecimientos pareció prometedor.

Pero el martes 12 de enero de 2010 Haití sufrió una de las catástrofes humanitarias más grandes del siglo. Un terremoto a flor de tierra mató a 316.000 personas, dejó heridas a 350.000 más y a más de un millón y medio sin hogar. La catástrofe diezmó al Estado. El palacio presidencial y los ministerios se derrumbaron sobre sus funcionarios, matando a decenas de miles de trabajadores públicos y a más de un centenar de miembros de Naciones Unidas. Reemplazado por una invasión de ONG y de organizaciones internacionales, el Estado haitiano desapareció. La comunidad internacional, pero especialmente los Estados Unidos, prometieron más de 9.000 millones de dólares, pero la recuperación ocurrió solo a medias y los donantes no lograron generar en los haitianos un sentimiento de responsabilidad frente a su propia reconstrucción.

Como nunca antes, el país y su política quedaron a merced de sus donantes.

Una elección presidencial impuesta por la comunidad internacional en un país lleno de carpas y de muertos recién sepultados, produjo resultados inciertos y acusaciones de fraude. Solo participó el 21% del padrón electoral. El candidato que apareció como ganador de la primera vuelta fue obligado en Washington a renunciar a su participación en la segunda. Tras un “manejo técnico” operado por una misión de la OEA, se proclamó vencedor al cantante Michel Martelly. En el marco de un nuevo gobierno formado por empresarios, la abundancia de dinero de la reconstrucción y del programa Petrocaribe, provisto por Venezuela abrió un curso más favorable a la corrupción que al desarrollo. Según el New York Times, “los informes de auditores nombrados por los juzgados haitianos revelaron con gran detalle que gran parte de los dos mil millones de dólares que Venezuela le prestó al país fueron malversados o derrochados en el transcurso de ocho años. Antes de dedicarse a la política, el presidente Moïse, hasta entonces un exportador de fruta poco conocido, estuvo involucrado en uno de los informes por su participación en un esquema para desviar fondos destinados a la reparación de carreteras hacia sus empresas” (3).

Ahí está el origen de la situación actual. De las acusaciones de corrupción derivan las protestas masivas, pero también la resistencia del gobierno a permitir las elecciones de renovación del Congreso, los ataques contra el Poder Judicial y las amenazas físicas a dirigentes políticos, la violencia generalizada y la reciente ola de asesinatos de opositores y defensores de los derechos humanos. Ya sabremos, es de esperar, si de aquí también se deriva el asesinato brutal del presidente, aunque no puede desconocerse que parece lo más probable.

Por ahora, el nombramiento de un primer ministro cuya principal tarea es la de llamar a elecciones parece repetir la historia. Las batallas políticas que precedieron su nombramiento y el hecho de que el actual primer ministro Ariel Henry pertenezca al partido de Martelly no son buenos augurios. Que su gabinete reúna a miembros del anterior gobierno es una mala señal. Pero su discurso de inauguración abierto al diálogo y al proceso democrático parece renovar una esperanza. ¿Será posible que las elites hayan comprendido algo de los centenares de miles que decidieron salir a las calles a protestar contra la corrupción? ¿Podríamos esperar que denuncien las sórdidas relaciones que algunos en la elite mantienen con las bandas armadas que provocan masacres en los barrios pobres? ¿Podríamos creer, como ha pedido Magaly Comeau Denis, una líder del movimiento de la sociedad civil, que la comunidad internacional y especialmente los Estados Unidos tengan un poco más de humildad y de modestia ante la situación haitiana? ¿Que, por una vez, escuchen a los que protestan y no a los que se conforman?

Cada vez que el Estado ha colapsado, Haití, como en el mito de Sísifo, reanuda su camino hacia la libertad y la igualdad. Para quienes tenemos el país en el corazón, esa es una esperanza a la que no estamos dispuestos a renunciar.

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(1) Haïti n’existe pas; 1804-2004: deux cents ans de solitude. Par Christophe Wargny. Année: 2008; Pages: 216; Collection: Frontières; Éditeur: Autrement.
(2) “L´énigme haitienne. Échec de l´État moderne en Haití. Sauveur Pierre Etienne. Memoire D’Encrier. Les Presse de l’Université de Montreal, 2007.
(3) The New York Times. “El magnicidio del presidente de Haití, Jovenel Moïse, culmina años de conflicto y parálisis”. Por Natalie Kitroeff y Anatoly Kurmanaev.

 Gentileza de Other News

*Doctor en Ciencia Política, ex político y diplomático chileno, exministro de Relaciones Exteriores  en los gobiernos de Eduardo Frei Ruiz-Tagle y de Michelle Bachelet. Encargado (2004-2006) de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití. Artículo publicado en Revista Mensaje 70, de Chile