Arturo Balderas Rodríguez – La Jornada
Se suele atribuir a Winston Churchill aquello de la democracia es la peor forma de gobierno con excepción de todas las otras que se han intentado. Al margen que haya sido o no el autor de esa máxima, lo cierto es que día a día la democracia estadunidense es un espejo del profundo sentido de la expresión de Churchill. Un ejemplo de la distorsión de la peor forma de gobierno a la que se refería es lo que sucede en el vecino país, donde una minoría conservadora está decidiendo el futuro de una sociedad cuya mayoría es cada vez más liberal y progresista.
Es el caso de la Suprema Corte de Justicia en la que, contrario al perfil poblacional, la mayoría de sus integrantes tienen convicciones profundamente conservadoras y las reflejan en la forma en que están construyendo un marco legal que va a contracorriente de una nación que trata de alejarse de las desventuras que le heredó su pasado reaccionario.
Traumáticos episodios fueron la base para superar desigualdades raciales, la segregación en la educación o para ganar el derecho al voto y el derecho de las mujeres a decidir sobre su reproducción y el camino para integrar un sistema de salud universal. Garantías civiles por las que millones lucharon y murieron, pero hoy, con el arribo de otro conservador a la Corte, pudieran ser canceladas de un plumazo.
Esa lectura se desprende de la comparecencia con el fin de aprobar la elevación al máximo tribunal de ese país a una persona cuya convicción personal parece estar anclada en la palabra de Dios, más que en la Constitución.
Primero fue Neil McGill Gorsuch, le siguió Brett Michael Kavanaugh y todo apunta a que Coney Barrett ingresará en unos días a ese selecto grupo de jueces. Los tres nominados por Donald Trump fueron aprobados por 49 legisladores conservadores en una nación de 350 millones de personas en las que más de la mitad votaron en 2016 en contra del conservadurismo de los republicanos.
Curiosa democracia en la que los ciudadanos votan para autorizar un sinnúmero de propuestas locales y estatales, pero no para elegir a funcionarios que tienen una gran responsabilidad en la conducción del país, como los jueces de la Suprema Corte. Es conveniente que la ratificación de algunos de ellos se haga por cuerpos colegiados especializados, pero lo que ha sucedido en algunas instituciones, como el máximo tribunal, demuestra la insuficiencia de la democracia que debiera revisarse a la luz de una realidad que no se refleja en varias instituciones.
En la comparecencia de la jueza Barrett, su pensamiento religioso quedó plasmado en su reticencia a contestar sobre cuatro asuntos nodales: la educación laica, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el aborto y el cambio climático basado en observaciones científicas. Cada uno de esos temas tienen vigencia en un mundo en el que el avance de los derechos humanos y de la ciencia son una realidad. Negarlos es un regreso al oscurantismo profesado por el fanatismo de clérigos y hechiceros anterior al renacimiento científico y cultural.
No sólo los togados más conservadores de la Corte se alimentan de ese pensamiento, sino también buena parte de los legisladores republicanos, según se ha visto.
Al margen de quién triunfe en la elección venidera, el daño está hecho. Durante mucho tiempo no se podrá enmendar la composición de la Suprema Corte, tomando en consideración que sus miembros tienen asegurada su permanencia de por vida. En ese sentido, también un número sin precedente de jueces vitalicios al sistema federal de apelaciones, cuyas sentencias en muchos casos tienen el mismo peso que las de la Suprema Corte, serán herencia de Trump.
Aunque es un error adelantar vísperas y dar por seguro que Trump dejará la Casa Blanca en enero –todo apunta en esa dirección–, de lo que no hay duda es de los obstáculos que Joe Biden tendrá para llevar a cabo su programa de reformas en un marco jurídico construido por los republicanos para perpetuar el espíritu conservador del Estado.
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