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¿Qué tiene Taylor Swift que genera todo esto?

El furor por sus tres conciertos en River, agotados en cuestión de horas, abre la pregunta por las causas de un fanatismo global.
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Su nombre viene adosado a todos los records: de ventas de discos –en tiempos en que la industria de la música ya no pasa por el formato físico–, de escuchas en plataformas, de seguidores en redes, de premios, de convocatoria en shows, de riqueza acumulada (ocupa el puesto 34 de Forbes entre las más ricas de Estados Unidos). En la Argentina el anuncio de sus tres conciertos en River (el 9, 10 y 11 de noviembre) se transformó en tendencia en la conversación pública durante toda la semana: más de 3 millones de personas en la fila virtual de la ticketera, extraños operativos montados para conseguir la tarjeta del banco auspiciante en la preventa, entradas agotadas en cuestión de horas, chicas que a cinco meses del show ya empezaron a acampar frente al estadio… Si hasta un aspirante presidencial lo incluyó como parte de su planificación de pauta en redes, con TikToks dirigidos a los votantes más jóvenes en los que se declara ferviente «swiftie». ¿Qué tiene Taylor Swift que genera todo esto?

«Tres noticias buenas de esta semana: Primero, conseguimos sacar las pistolas Taser, que van a venir bárbaro para la policía. Segundo, bajamos los impuestos, me comprometí y lo cumplimos. Y tercero ¡chan! viene Taylor Swift a la Argentina. Bueno, ¡comentá a ver qué te parece acá!», se ve decir Horacio Rodríguez Larreta en una de esas producciones que buscan pasar por casuales. Taser + Taylor podrá parecer una combinación de lo más inconducente, pero responde a una lógica de lo medible: lo que muestra penetración en el segmento al que se apela. 

Te quiero swiftie

Ocurre que hoy el fanatismo global por Taylor Swift adquiere un sentido que la política ha perdido: una idea de pertenencia y, sobre todo, de comunidad, materializada en la identidad «swiftie». Que tiene que ver con el gusto por su música, aunque también con algo (mucho) más.

Si al principio era un consumo de nicho, una escucha adolescente, casi vinculada al mundo Disney (su primera aparición global fue, de hecho, en la película de Hannah Montana), su público se fue ampliando junto con su música. Surgió como una cantante country, se transformó en una estrella pop, sumó indie, cambió conceptualmente en cada disco. Compone sus canciones pero también comenzó a producir sus discos y conciertos, a dirigir sus video clips. Artistas prestigiados como el jazzero Joshua Redman hoy se declaran admiradores de su música.  

Muchas chicas (es principalemente un consumo femenino, aunque también hay, cada vez más, varones entre sus fans) que hoy tienen veintipico crecieron escuchando su música. A la par de ella, que comenzó a transitar escenarios siendo preadolescente y tenía solo 19 cuando ocurrió lo que terminaría siendo un hito en la construcción de su personaje: la humillación pública que significó que el mega famoso Kanye West la interrumpiera al recibir el premio MTV, para decir que Beyoncé lo merecía más que ella. Y el modo en que se sobrepuso a este y otros ataques posteriores del rapero y diseñador de ropa, célebre por sus irrupciones machistas, racistas y antisemitas.

El documental Miss Americana (Netflix) destaca otros hitos de esa construcción. El manoseo de un DJ que llevó a la justicia (ganó el juicio y pidió solamente un dólar, explicó, como un modo de resaltar que esas situaciones de acoso no las vive solamente ella, sino todas las mujeres). El momento en que decidió asumir una voz política pública contra la senadora antiderechos de Tenesse Marsha Blackburn («ahora Taylor Swift me gusta un 25% menos», dijo entonces Donald Trump). Un discurso de defensa de las diversidades y de género, aun antes del Mee Too. 

Ocupando el centro mismo del sistema, Taylor Swift plantea críticas al sistema: las exigencias estéticas de la industria (corren sólo para las mujeres, resalta), la tiranía de la imagen, la lógica tóxica de las redes y de la «opinión pública» (incluído el mote de «zorra» por cambiar de novio «demasiado rápido»). Habla de los trastornos alimentarios que sufrió. De por qué decidió borrarse por completo un año (algo que sus fans tienen bien en cuenta) para reaparecer, casi reinventada, con Reputation. Y todo eso lo vuelca también en las letras de sus canciones. 

«Yo era la chica rubia y buena, vivía del aplauso así que hacía todo lo que se esperaba de mí», dice en el documental. «Los varones de mi equipo y mi familia me dijeron que cuando me preguntaran de política, respondiera que no me corresponde opinar. Y eso hice, hasta un cierto momento. Pero ellos no pueden saber lo que se siente, y no podía quedarme callada después de lo que había sufrido», repasa sobre el momento en el que fue contra la senadora que esgrimía el «derecho ciudadano» de no atender en un restaurante a una persona por ser o parecer gay, entre otros proyectos anti derechos.

De lo que no habla el documental es del que probablemente fue el mayor quiebre con la industria, una jugada audaz que paradójicamente la ayudó a llegar a la cima de esa industria. Cuando, tras un cambio accionario en su primera discográfica, decidió regrabar, exactamente iguales, sus primeros discos, para recuperar la autoría de sus canciones. «Los artistas deberían ser dueños de su propio trabajo por muchas razones, pero la más obvia es que el artista es el único que conoce el conjunto de su obra», explicó entonces. 

En las antípodas de Britney Spears o Paris Hilton, abajo del escenario –en ese escenario sin límites que hoy son las redes– se muestra, además, de lo más humana y sencilla, familiera, ajena a fiestas y excesos, enfocada en el trabajo, sin maquillaje y con el pelo atado en colita, dispuesta a gestos de cercanía hacia sus fans. En algún momento selló ese estilo con las «secret sessions», en las que invitaba a seguidores a su casa, y compartía un momento con ellos. Una experiencia que, quedaba implícito, le podía tocar a cualquier hijo de vecino (siempre y cuando fuese bien activo en redes) y que luego, claro, se multiplicaba por esa vía. «En todo momento me hizo sentir como su mejor amiga», contó en TikTok una afortunada. 

Empatizar, es la tarea

Lo cual coincide con testimonios que dan en el centro de lo que parece ser el secreto del fenómeno: su capacidad de empatizar con su público. Por eso ser «swiftie» no es sólo seguir su música, también «sus valores», «su forma de ser», «sus batallas», explican. 

Valoran especialmente las letras de sus canciones: «Le canta mucho al desamor, de una forma tan humana y con los pies tan sobre la tierra, que lo que le pasa a ella es lo mismo que te pasa a vos. Aunque obvio sea muy distinta, ella es famosa y multimillonaria, pero decís: ah, mirá, a Taylor también le rompen el corazón… ahí empatizás y ella empatiza con vos», dice Belu, que tiene 26 y escucha su música desde los 11: toda una vida. 

«En las letras trabaja muy bien con los detalles, el story telling, digamos. Y esos detalles son de lo más corrientes, ahí es donde te hace sentir que es tu amiga contándote que el novio la dejó», analiza. 

Desde esa comunidad swiftie se multiplican detalles sorprendentes que pueblan las redes. El orgullo porque el tour llega a Latinoamérica antes que a Europa. La indignación cuando se difundió que hay estadounidenses que compraron entradas en River, y viajan aprovechando el cambio –«la pueden ver allá y nos sacan las entradas», es la queja–. También la solidaridad swiftie para ayudarse a conseguir los preciados –y carísimos– tickets en la lotería de la fila virtual. «Yo ayudé a dos completas desconocidas que me pasaron los datos de sus tarjetas, sin conocerme», cuenta Anto. «Jamás me aprovecharía de esa situación: confiamos una en otra. Hay una hermandad por los valores que Taylor intenta bajar en su forma de vida», explica. 

Un logro que es algo así como la envidia de todo político: encarnar valores con los que la audiencia se identifica. 

Por Karina Micheletto